A pesar del confinamiento, a pesar de que nada estaba abierto, me gusta pasear, recorrer las calles iluminadas de la ciudad mientras respiro el aire puro de la noche que se acerca.

No puedo olvidarme de algo que ya forma parte de mí, el Facebook, porque, por más que lo intento, no puedo dejar de mirarlo y estudiar el curioso comportamiento humano. El afán destructivo que todo ser humano encierra, su notoriedad, el buscar sobresalir sobre los demás haciendo un comentario que perdure; el buscar la constante aprobación que todo mediocre intenta conseguir, en fin, todo en él, me atrae y sobre todo no me afecta.

Y viendo el cielo y los comentarios me sorprende la mordaz crítica que algunos hacen. Gente que parece salida de una película de terror clamando por la insensatez de la pandemia, pretendiendo invertir el dinero en dárselo a los pobres, y aplaudiendo cursos sobre la masturbación femenina. Gente rasgándose las vestiduras por la Cabalgata de Reyes y escribiendo el mensaje desde el centro comercial el Paseo a las 9 de la noche rodeado de cientos de personas.



En definitiva, gente sin sentido común que apenas se para en pensar el sentido de sus tristes y apocadas palabras, respetables, pero tan serias como el pedir la prohibición del alcohol con una cerveza en la mano.

Por mi parte, y tras buscar el amparo de las guirnaldas y las luces de colores, y desde mi más escaso conocimiento y mi más absoluta ignorancia, me siento alegre. Al fin y al cabo las maquinas de apuestas atraen al jugador con el juego de luces y el sonido, incitándolo al juego.

Las luces atraen, nos gusten o no, y en un año como el que vivimos, en donde todos sabemos que está muriendo gente, todos sufrimos el recorte familiar, pues hasta yo mismo no podré desplazarme si quiera a felicitar  a los míos; en un año en el que la sombra de la parca desea darnos la Feliz Navidad; en un año en el que no es necesaria la voz de los profetas anunciando catástrofes, males y llantos -porque ya la vivimos todos-, las luces nos devuelven cierta alegría, nos hacen sonreír, nos llevan a mirar al cielo y al menos, mientras nos deslumbras, nos olvidamos –desde la más absoluta responsabilidad– de los malos momentos.

De todos modos, aunque me afecte poco, veo más útil esto que no gastar el dinero en ayudar a quienes necesitan más un esfuerzo fiscal y un pie menos en el cuello que un donativo.