Tengo por tradición despedir el año paseando, un largo paseo que me ordena las ideas, hago un recuento de lo vivido, me atormento, me alegro, sonrío y lloro. Pero he cambiado algunas cosas.

Ya el año pasado despedí el año en mi nuevo hogar, y marché solo hasta la playa. Allí, bien abrigado me senté en la arena. Quise hacer mi estudio personal, pero no pude, el ruido de las olas y el frío no me dejaban pensar. Poco a poco fue dejándome llevar, y sin saber cómo, me limpie de todo.



Mi mente dejó de dar vueltas, solo disfrute del paisaje, y pasé horas, hasta que el sol se marchaba. El sol se marchó, como el año, pero volvería, las olas igual, se marchaban, pero siempre volvían. Mi vida era así, sencilla, previsible, no necesitaba nada más.

No quería hacer un estudio de lo ocurrido, pensar en lo vivido, porque la partida seguía, y un nuevo año llegaría. Estaba seguro de que cometería los mismos errores, seguro que haría las mismas cosas, y mi comportamiento seguiría siendo el mismo.

La playa me enseñó que es mejor dejarse llevar, despedir el año como se despide al sol, pues el nuevo día será lluvioso, soleado o como él quiera ser, sin que podamos hacer nada. Sin embargo, me di cuenta en que, si había cambiado algo en este año, aprendí a disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, y, al menos aquí, aprendí a disfrutar de estas playas, a dejarme llevar.

Después de casi dos horas, me levanté, había quedado, y el regreso estuvo acompañado de una extraña sonrisa de paz. Me encontraba en paz conmigo mismo para encarar el nuevo año. Seguro que sería igual de intenso, bueno y sorpresivo que el anterior. Solo reserve un pensamiento, la buena decisión que me trajo a esta tierra, y ella me devuelve mi pensamiento dándome esa feliz paz que siento.

Volveré a la playa con más frecuencia, sobre todo cuando quiera despedir un pensamiento, aunque el año no haya terminado.