Cuando las olas se retiran, cuando la mar que ha besado la orilla regresa para volver a volver, solo queda la resaca. La fuerza depende de multitud de factores, y la magnitud de esa resaca depende, como no podía ser menos, de esos mismos elementos.

Cuando se ha marchado, cuando la espuma ha dejado ya su huella y parece que nada queda, hasta la siguiente ola… se mueve la mar, los fondos lo sienten, y así, tal cual, ahora nos damos cuenta de que la ola que nos azotó en estos últimos meses deja la resaca.

Su fuerza, descomunal, hizo el mismo daño que una gran ola que despoja la orilla, que la arrasa, arañándola hasta las conchas hundidas, dejándola desnuda y sola. Las piedras, apenas visibles, se nos muestran, y el dolor causado se hace patente en nuestros rostros. Lo peor es lo que no se ve, ese movimiento de fondos marinos que nos consume por dentro, que no deja los limos en paz.

Hoy esa ola regresa al mar abierto, abandonándonos, pero prometiendo volver. Como las olas, como la orilla que espera, así estaremos, confiando en que la próxima ola no mueva nuestros cimientos como la que ya dejamos atrás, y aun sí, a veces nos comportamos como si pensáramos que la ola que se fue jamás volverá a la orilla.

Viendo la resaca que nos azota, con suspensiones de eventos, cultos, vida, debemos estar atentos, pues el fondo de nuestras conciencias aun se resiente, y, sabedores, como lo somos, de que las olas vuelven a la orilla, preparemos la misma para que la próxima ola haga menos daño, confiando, además, en que la intensidad de la misma sea suave y pasajera. Son tiempos de resaca, de mar embravecido, de fondos azotados por olas violentas. Por ello, igual que aún perdura la resaca, no olvidemos que las olas vienen y van.