Paolo Vertemati  (Un Puerto sin Indias).- Una voz me alertó mientras terminaba el café, dejando la taza sobre el mostrador me dirigí hacia recepción tras dejar el euro con veinte del café, al menos el café era barato. 

En recepción me explicaron que tenían una habitación libre, pero solo para una noche. Aquello no pintaba bien. Le expliqué que mi intención era alojarme hasta encontrar un piso de alquiler. La cara del recepcionista parecía no entender lo que le decía, pero al menos me comentó que si no me importaba ir cambiando de habitación, podría alojarme en una habitación normal, y que en caso de que la necesitasen me irían pasando a una de servicio que tenían para urgencias, más pequeña, pero acogedora, al menos, aquello me daba una solución temporal.

Subí a mi habitación tras registrarme, y tras una ducha y siendo ya bastante tarde, al menos para lo que estaba acostumbrado, bajé a cenar algo tras una buena ducha.

Las calles, ya de por sí desiertas, a las once de la noche aparecían como si fueran las cinco de la mañana. Los pocos bares de la zona que no eran de copas me sugerían cocinas cerradas y tapas frías. Tras dos cervezas y una tapa de ensaladilla en un bonito local con grandes arcos, rodeado de locales cerrados, me dispuse a volver al hotel.

Ya me había fijado en el local al pasar, y su olor no me dejó indiferente. Varios parroquianos ocupaban la barra, estaba lleno, pero no hacía falta mucha gente para llenarlo. Entré y me acomodé cerca de la entrada de los servicios. La cerveza llegó rápidamente, y entonces, el olor de las hamburguesas me dejó hechizado.

Cuando ya devoraba más de la mitad, un tipo mugriento con una guitarra me comenzó a interrumpir. Al parecer no era posible estar tranquilo ni cinco minutos en esta ciudad. Viendo que nadie le hacía caso, se sentó en unas mesas que había en el callejón, al parecer, la puerta que daba al mismo era una terraza, luego descubriría que estaba en la misma calle que mi hotel.

Las notas llegaban desentonadas, pero el cante era mejor no escucharlo. Se me acabó la cerveza y la hamburguesa, y un señor bajito con bigote que había a mi lado me recomendó probar el sándwich de vegetal. No sé porque le haría caso, pero lo pedí, junto con otra cerveza para mí, y otra para mi cicerone, pues desde entonces aquel sujeto no se separaría de mí cada vez que me encontraba… curiosamente siempre lo hacía, y nunca, jamás, me invitó.

Llevaba razón aquel sándwich era el mejor que había probado en mi vida. Al poco comenzó a llegar gente, por lo que decían debían de ser camareros de la zona que acudían a la ultima fortaleza, en un abrir y cerrar de ojos me vi envuelto en un extraño juego donde las cervezas no paraban de circular, todo como consecuencia de tres monedas que se pasaban de mano a mano teniendo que averiguar cuantas había en total, algo muy extraño que me enamoró… después de perder cinco veces y pagar cinco rondas, la noche siguió y siguió hasta que ocurrió lo más extraño que pudiera sucederme.