Como cada mañana salgo a pasear, antes me paro en el bar donde me encuentro más a gusto, y en donde el bigotes me espera. Tomamos el café, esta mañana sintiendo como el sol nos caliente en la mesa más alejada de las puertas.

Es agradable, y aun así, me aprieto contra el cuello la bufanda, es reconfortante sentir esa mezcla de sol y frío, dos conceptos que parecen irreconciliables, y que sin embargo, en las ciudades del sur es algo habitual. Sentir como ese sol, lejano, aporta un tenue calorcillo, mientras que el viento nos recuerda en que época del año estamos. Esas sensaciones me reconfortan mucho, hasta el extremo de perderme entre el humo de mi ilegal cigarro y los sorbos de amargo café.



Las voces desaparecen, y hasta el cansino murmullo de mi amigo me resulta lejano. Frente a mí veo pasar las caras conocidas, las de siempre, llenado de una extraña seguridad de saber que todo sigue su curso.

El ser humano es extraño, y a veces, llegamos a punto de satisfacernos con saber que nada cambia. Disfrutamos de pequeños placeres, y descubrimos lo agradable que son esas pequeñas cosas de cada día, un cigarro, un café, el sol, la tranquilidad.

Puede que nos reconforten esas cosas porque hemos buscado tantas cosas que nunca llegaron, que dejamos de buscar y pasamos a recibir, recibir solo la vida, el día a día, la seguridad.

No es mi primer invierno en la ciudad, pero quizás se acerca ya la estabilidad de muchos meses sin buscar nada lejos de aquí. No es mi primer invierno, pero si la primera vez que el ansia, el recuerdo, el anhelo o la búsqueda de otras cosas no me invade.

Sí es la primera vez que no hecho nada de menos, por el simple motivo de que, recorriendo con la mirada, veo que tengo todo lo que necesito. Miro al bigotes y sonrío, un simple gesto le anuncia que hemos acabado. Vamos a pasear por el río.