Concluido el año del cuatrocientos aniversario del nacimiento de Jean-Baptiste Poquelin, Molière para la gran historia del teatro y de la literatura en general, los ecos siguen restallando en homenaje al más conocido y representado autor galo. Este hijo de tapicero vino al mundo justo cuando el Papa Gregorio XV canonizó al fundador de la Compañía de Jesús, Ignacio de Loyola. La importancia del teatro en la pedagogía de esta orden religiosa es bien conocida y no es casualidad que el niño Jean-Baptiste aprendiese sus primeras letras con los Jesuitas, precisamente. Cuatro siglos después, el espíritu de aquel genio voló hasta el patio del más prestigioso proyecto ignaciano de la baja Andalucía la noche del sábado en una impecable comedia trenzada por la compañía Ay Teatro, con autoría de Álvaro Tato y dirección de Yayo Cáceres, en la segunda de abono del Festival veraniego portuense por antonomasia, con aforo casi completo.



Vive Molière, que así se llama la propuesta –y que, en efecto, resucita del todo al dramaturgo- es un acierto de principio a fin, con una trepidante sucesión de escenas que espigan lo más granado de la amplia producción de aquel prodigio y levantan de su letargo, para regocijo del espectador, los arquetipos más vigorosos y conocidos del francés: el hipócrita y fariseo Tartufo, el tacaño Harpagón de El Avaro, el obsesivo celoso de El cornudo imaginario… Paradigmas que son presentados con talento gracias al trabajo de los entusiastas actores y a la experta combinación de verso y música, donde el teclado y la voz versátil de Marta Estal ponen la banda sonora a las cómicas situaciones planteadas por Álvaro Tato en versos maravillosamente escritos y mejor reproducidos por este elenco joven, aunque sobradamente preparado.

Si la literatura es, finalmente, llevar la vida a las palabras, Vive Molière se sirve, con libertad, inteligencia y desparpajo, de las palabras escritas por aquel autor total -director, productor, intérprete, y todo lo que se le puso por delante- no solo para erigir una posible historia de su controvertida existencia, sino para rendir pleitesía a un genio que, cuatrocientos años después, sigue más vivo que nunca, como dejó bien claro Ay Teatro en su particular tributo que regaló a un público que supo reconocer y premiar con generosidad el brillo de una joya verdadera.