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Baile y drama, de eso hablaré hoy. De cómo hay películas en las cuales, tras la danza, tras el baile, se oculta un entramado trágico que hemos podido ver en obras como El último tango en París (1972), de B. Bertolucci; Esencia de mujer (1994), de M. Brest; y El último bailarín de Mao (2020), de B. Beresford  o El bailarín (2018), de R. Fiennes.

Hoy escribiré sobre otros títulos de baile que encierran una antesala dramática. Obras como Empieza el baile (2023), de M. Seresesky; y Sólo nos queda bailar (2019), de L. Akin.

EMPIEZA EL BAILE (2023). Película muy bien llevada por su directora y guionista Marina Seresesky, excelentes interpretaciones, una historia conmovedora, a la vez contada con humor, y unos paisajes del país austral maravillosos.

Empieza la película con un hombre de cierta edad y acento porteño: se llama Carlos (Grandinetti). Está con su joven hija y su esposa, cuando recibe una llamada desde Buenos Aires donde se solicita su presencia por la defunción de una vieja amiga. Asombro en el personaje y mirada expectante de su esposa. Dice: estará allí. En el funeral de su antigua pareja de baile-tango, Margarita (Morán), que acaba de fallecer.

Una vez llegado a Buenos Aires y tras asearse en el Hotel, trajeado y con cara de circunstancias, se presenta en el velatorio, en el cual incluso alcanza a dar su discurso para despedir a quien fuera pareja de tango reconocida mundialmente.

Carlos vive actualmente en Madrid en una segunda oportunidad que le brinda la vida, con mujer, trabajo e hija. Mientras que Margarita se ha tenido que conformar con la pobreza y el olvido.

Pero Carlos no tarda en darse cuenta de que todo es una farsa, que Margarita no ha fallecido y es su amigo Pichuquito (Marrale) quien le dice la verdad y le lleva ver a Marga en su actual situación de indigencia, pero vivita y coleando.

A partir de ahí, con protestas y quejas de Carlos, con Pichuquito convenciéndolo, con Margarita mirándolo lánguidamente, con amor y humor, montan en la antigua furgoneta Volkswagen en la que viajaban estas antiguas glorias del tango que se hacían llamar Los magos del 2x4.

Carlos le comunican que él, junto a Margarita, tuvieron un hijo, lo cual ignoraba. Ahora ella ansía poder verlo, pues la madre adoptiva donde ella lo dejó de bebé ha fallecido. Con su amigo Pichuquito (un maravilloso Jorge Marrale), inician un viaje hasta el pie de la cordillera de Los Andes en busca de respuestas, que los enfrentarán a sus recuerdos y afanes.

Película de viaje por carretera a través de la provincia de Rosario, que los viejos amantes emprenderán junto su mejor amigo y durante el que irán aflorando recuerdos, reproches y secretos.

El camino tiene los requiebros suficientes como para que surjan recuerdos, reproches y secretos, y hay escenas graciosas muchas, paisajes y personajes de la Argentina recóndita, gente buena, hoteles de cuarta, y también oportunidades para cantar con acompañamiento de orquesta, canciones con letras y mensajes inconfesables como la que le canta Pichuquito a Carlos.

La Seresesky acierta a manejar géneros diferentes: road movie, comedia romántica y drama senil, mientras hablan de la existencia, del paso del tiempo y la nostalgia.

Con las importantes interpretaciones de tres actores muy bien sincronizados: Darío Grandinetti, Mercedes Morán y Jorge Marrale. Todo correcto, pero también grotesco. Sin gesticulaciones vacuas, sin excesos, perfectos, actores monumentales. Humor del fino.

Marina Seresesky irrumpió con este filme en la sección oficial de Málaga, obteniendo el Premio del Público. No es raro porque es una peli que hace mella en el espectador, deja huella por su humor y el drama que encierra.

La película conmueve y también perturba porque traslada al público el paso del tiempo y a la vez, la idea de que lo esencial permaneces. Hay escenas que llegan a lo más hondo, pero lo hacen de una manera agradable. A veces nos reímos cuando puede que no toque reír, y el espectador asume la terca presencia del destino.

Al final cabe preguntarse si uno es el que se fue o el que quedó. Eso sirve no sólo para los que cambiaron físicamente de país. Porque también cambiamos interiormente, aunque no nos hayamos movido del lugar donde nacimos.

Cuando la intención es narrar un lugar, un tiempo o unas vivencias a las se puede anhelar volver, hay dos opciones: o hacemos un melodrama en toda regla, o caminamos por un fino hilo que entrelaza comedia, sarcasmo cotidiano y drama. Esta última opción es la que sabiamente ha elegido la Seresesky, dando lugar a un filme entrañable y cautivador.

Más extenso en revista ENCADENADOS.

 

SÓLO NOS QUEDA BAILAR (2019). Merab (Gelbakhiani) ensaya desde muy joven en la Compañía Nacional de Danza de Georgia, con su pareja de baile, Mary.

Pero su vida da un vuelco cuando aparece el guapo y carismático Irakli (Valishvili), que pronto se convierte en su principal rival. También en su mayor objeto de deseo. En una atmósfera represora, Merab, homosexual, se enfrenta a la necesidad de sentirse libre y arriesgar e ir en pos del amor. Pero si desvela su condición gay, se expone a lo peor en un país muy intransigente con los homosexuales.

Insólita producción sueca ubicada en Georgia, Merab —un joven homosexual aspirante a bailarín de danza tradicional autóctona— debe vérselas con una comunidad estructuralmente homófoba, tanto en el ámbito público como en el familiar.

La película está centrada sobre todo en Merab y en su proceso de evolución e identidad sexual, marcado por la presión de gran vocación por la danza y por las dudas e inseguridades de un alguien “raro” para su contexto hostil, enamorado de su compañero de danza Irakli (Valishvili).

Los altibajos de Merab en su relación profesional y su amor oculto con Irakli es llevado por un hilo conductor, que da cabida a escenas de gran potencia emocional, en gran medida exitosas gracias a la labor de ese descubrimiento de nombre Levan Gelbakhiani y su pareja, otro gran trabajo de Levan Gelbakhiani. Ambos actores son curiosamente aficionados.

El director sueco Levan Akin nos ofrece una propuesta formalmente naturalista sobre el amor entre hombres, que hace de la sensorialidad visual y la intensidad sexual pilares importantes, consiguiendo una buena sintonía entre la belleza estética y la intrusión en lo privado lo “prohibido”.

Cuando Akin llamó a las puertas de la Compañía Danza de Georgia en busca de colaboración para el filme la respuesta fue: “En la danza georgiana no existe la homosexualidad”. Después, acuerdos entre el resto de las compañías para bloquear cualquier tipo de ayuda a esta cinta.

La idea de esta obra comenzó en 2013, cuando la Iglesia ortodoxa y grupos radicales convocaron a miles de personas para actuar violentamente contra activistas del Orgullo LGTBI en Tbilisi. “Vi esto y sentí que tenía que abordar el tema de la homofobia en el país”, ha dicho Akin, sueco de ascendencia georgiana. De hecho, esta película es el retrato de un país como Georgia, que antepone la tradición a cualquier voluntad de evolución y respeto.

Buena música de Zviad Mgebry y Ben Wheeler, estupenda la fotografía de Lisabi Frindell y una puesta en escena meritoria que nos sumerge en el mundo de la exótica Georgia, una sociedad patriarcal que persigue con odio y saña cualquier alteración de los géneros.

Un filme que no traiciona, una obra de denuncia que se acompaña muy bien de los recursos de la ficción, hecho que le honra.

Hacia el final hay unas escenas de danza muy bellas y sentidas donde Merab se expresa libremente frente al tribunal que lo juzga como bailarín. Imperdible.