Las terrazas, llenas de vida, eran al fin y al cabo una pantalla de una realidad distinta. El movimiento de gente era eso, mas movimiento que consumo, y a una precaria situación financiera se unían normas y mas normas que dejaban la prudencia al desnudo.
La ausencia del libre albedrio por el bien común provocaba preguntas de mesa a mesa, pues, después de tres meses la mascarilla se convertía en atuendo obligatorio.
Quizás el confinamiento hacía innecesario su uso, las franjas horarias garantizaban el escaso contagio, y ahora, con la libertad deambulatoria, sí que podría ser norma necesaria. La prudencia se imponía por toda la ciudad, y si bien es cierto, porque lo es, que muchos desobedecen, aun más cierto es que la ciudad no deja de ser bastante acorde con las normas.
La imagen de una ciudad enmascarada podría no ser ni atractiva ni atrayente, pero quizás sí sea necesario, y digo quizás porque las dudas siempre nos asaltan. Las dudas, las indecisiones, y sobre todo, la imposición. En ocasiones, la prudencia, esa prudencia desnuda que en toda persona habita, siempre debe ser más importante, más convincente que la imposición.
Después de tantos meses, después de tantos días, tras tantas y tantas horas, la ciudad, la ciudad dormida, despierta, toma las calles, y a pesar de lo que algunos digan, se ve dominada por una prudencia, una prudencia ensombrecida, ensuciada, por todos aquellos empeñados en señalar con el dedo, con acusar, con instigar temor, por rechazar, por renegar, por aburrirse, al fin y al cabo.
Gente más preocupada por buscar al culpable que por protegerse, más preocupada por hundir que por ayudar. Y a pesar de todo ello, a pesar de esa ridícula minoría, pues lo es, sin extenderme a más localidades, deja claro que la ciudadanía de esta ciudad ha sido ejemplo de prudencia. Aunque alguno aprovechara para decir que todos los días se mete en una masa apocalíptica de zombis sin mascarillas que ponen en peligro su vida.