Una sociedad de pensamiento único no solo es impensable, sino profundamente aburrida. Es imposible que todas las personas piensen igual, tengan las mismas ideas, gustos o afinidades. Y lo más importante: si todos pensáramos igual, el debate sería imposible. Si todos tuviéramos los mismos gustos, la misma forma de hacer las cosas, las mismas ideas, si todos fuéramos idénticos, no existiría el debate ni el avance. Estaríamos estancados en una máquina absurda en la que no serían necesarias ni reglas, ni medidas, ni sabores, ni siquiera relaciones.

Desde el origen del ser humano, nuestras diferencias nos han hecho grandes, nos han permitido evolucionar y crear una sociedad. Sin embargo, parece que tendemos a extinguir el sano debate, la confrontación de ideas, el respeto por el derecho ajeno, la puesta en común de puntos de vista y la alternancia. En definitiva, parece que toda la esencia de la vida democrática está en retroceso.

Pero no todo es tan dantesco. La realidad es distinta, a pesar del esfuerzo de unos pocos por imponer su visión del mundo. El verdadero problema merece nuestra atención: vivimos en una sociedad donde el que vive y deja vivir, el que tiene ideas propias, el que convive en una familia “normal” —con garbanzos negros y blancos, con toda clase de opciones sexuales en el entorno, con fumadores y no fumadores que se sientan en la misma mesa— se convierte en un raro.



Ese ciudadano común comparte tertulia en un entorno donde algunos se beben el agua de los floreros y otros prefieren el agua mineral; familias completas en las que, como en cualquier casa de vecinos, hay incluso hermanos que votaron en su día a quien quisieron: unos a Felipe González y otros a Fraga. Vamos, una familia de las de siempre, en la que no falta un cura, un borracho y una puta —en el sentido más amplio de la palabra— y donde, por encima de todo, siguen siendo familia y siguen creciendo.

Esta realidad, que es la más común, convive con otra paralela en la que algunos iluminados consideran que hay personas que no merecen ni el aire que respiran. Algunos —pocos, pero ruidosos— intentan convencernos de que lo normal y cotidiano ya no es válido. Los fumadores son despreciables, quienes no piensan como yo merecen la fosa, y quien no comparte la teoría de que Cervantes, el Gran Capitán, Colón, Millán-Astray y Lenin eran homosexuales reprimidos “está mal de la cabeza”.

La lista de absurdos de la nueva normalidad es tan amplia que ni merece la pena detallarla: desde el aire acondicionado para cerdos, pasando por perros meando en los congelados del supermercado, hasta sanciones por lanzar un piropo.

Por desgracia, cuando las riendas las toman los anormales, nos intentan convencer de que Blancanieves era negra como la escarcha, que el tío Tom era blanco, que Cleopatra —descendiente de Ptolomeo, un general macedonio— era más negra que la mujer de Will Smith, o que Stevie Wonder era en realidad como Falete.

Por suerte, la gente normal ya no se ofende: se ríe. Y aun así, espero que la normalidad siga dándonos esas cenas de Navidad en las que hay de todo y todos son capaces de brindar y abrazarse sin necesidad de fusilar a nadie. Aunque de momento, supongo que conmigo lo harán… sobre todo los anormales.