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El buen cine siempre ha tenido un sólido argumento (guion), buena dirección, reparto de categoría y aspectos técnicos sólidos como la banda sonora, la fotografía o la puesta en escena. Así han sido tradicionalmente los clásicos.

Pero resulta que las plataformas, que abundan, han quitado público a los cines. La comodidad que incentivan las cadenas privadas entre series, novelas y reposiciones, hacen que el espectador guste de quedar en la butaca de su salón, con sus descansos para cenar, ir al baño o atender el móvil. Se ha hurtado protagonismo a las salas de cine, y algo también al propio cine.

Hasta no hace mucho, ir al cine los domingos o cualquier día de la semana era una fiesta, un ritual de salida en familia, con amigos, con la pareja o solo. Salías de casa, previo paseo por la ciudad, comprar los tickets y entrar en el templo del Séptimo Arte: el cine. Luego oscuridad, silencio y atención suprema a la película, sin interrupciones, sin pausas. Al final, salías cavilando, en estado reflexivo hasta que, ya en la calle, intercambiabas opiniones y pareceres sobre lo visionado con tus acompañantes. Toda una aventura, una historia que recordábamos largo tiempo: el cine como espacio de socialización.

Pues bien, para llamar de nuevo al espectador a las salas de proyección, la industria se ha puesto manos a la obra con películas deslumbrantes, con unos recursos técnicos extraordinarios que sólo se pueden disfrutar en pantalla grande. Como la que aún no se ha estrenado, Magalopolis (ciencia ficción), y las que ahora comentaré pertenecientes a una saga que se inició con Avatar (2009) y ha continuado con el estreno Avatar: El sentido del agua (2022).

AVATAR (2009). Corriendo el año 2.154, tenemos a Jake Sully (Sam Worthington), un ex-marine postrado en silla de ruedas, que a pesar de ello, sigue siendo un guerrero. Es designado para ir a Pandora, donde unas empresas extraen un mineral raro y valioso con el cual resolver la crisis energética de la Tierra.

Pero la atmósfera de Pandora es tóxica y para contrarrestar su efecto, está el denominado programa Avatar, gracias al cual los seres humanos mantienen sus conciencias unidas a un avatar: un cuerpo biológico por control remoto que hace posible la supervivencia en esa atmósfera letal. Son cuerpos creados con ADN humano y mezclado con ADN de los nativos del lugar, los llamado Na'vi (que tienen un aspecto humanoide mezclado con felino, son azules, tienen cola y orejas de gato).

Una vez convertido en avatar, Jake accede a caminar de nuevo. Tiene como misión introducirse entre los Na'vi, que son el mayor obstáculo para la extracción del mineral. Pero hete aquí que la bella Na’vi Neytiri (Zoe Saldana), salva su vida y todo cambia para Jake. Tras superar unas pruebas, Jake es admitido en el clan. Mientras, los humanos esperan los resultados de la misión.

Es una cinta espléndidamente dirigida por James Cameron, cuyo espectáculo dura 160 minutos, aunque lo más emocionante apenas llega a una hora. El tiempo en acostumbrarte a la maravilla visual del 3D, y darte cuenta que el guión cae en los tópicos del cine comercial.

O sea, tras un comienzo brillante, una vez pasada la sorpresa de la tridimensionalidad, hay mucha superficialidad. Formato, sí, pero el resto es maniqueo y simple. Escenas de acción, eso sí, muy bien diseñadas que son un ardid para asombrar al espectador con los avances técnicos del filme. Finalmente deviene cine pretencioso, con enorme cantidad de grandes conceptos, pero diálogos pobres ya escuchados en otras películas.

Cara a la industria, Cameron marcó con esta entrega un nuevo rumbo en el terreno de los efectos especiales y fue la película que logró mayor taquilla en la historia del cine. Pero le carece de guion, profundidad y está sobrado de gafas.

De modo que en aquella entrega, había, sí, una especie de espectáculo total que producía, al menos durante un tiempo, una atracción hipnótica y unas imágenes que no se olvidan. Un cine de fuegos artificiales, efectista y directo. Un cine consciente de lo que el público demanda. 

Mucho alucine, mucho cuento, toda Pandora frondosa, fosforescente, como producto de una visión con LSD o tonalidades tipo visión de psilocibina, y la cámara de Cameron y la platea entera en un abismo de asombro. Pero el efecto fantástico tiene su límite. Después está el cuarto ojo del espectador. Como escribiera Cervantes: “Y luego, incontinente, / caló el chapeo, requirió la espada / miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.

 

AVATAR: EL SENTIDO DEL AGUA (2022). Transcurrida más de una década tras los sucesos de la primera entrega de “Avatar”, los Na'vi Jake Sully, Neytiri (Zoe Saldaña) y sus hijos viven en paz y armonía en los bosques de Pandora. Todo es idílico y feliz hasta que aparecen los “hombres del cielo”. Con ellos de nuevo comienzan los problemas que persiguen a la familia Sully, que decide emigrar sacrificando su tierra para mantener a salvo su pueblo y seguir con vida.

Huyendo de sus antiguos compañeros en el ejército, Sully y su familia, que son gentes del bosque, se mudan a las costas del planeta, donde viven unos tipos llamados "Metkayina", parecidos a ellos pero que han evolucionado de manera distinta en el mar, o sea que pueden bucear durante horas debajo del agua y nadar como salmonetes.

Allí serán recibidos por los locales con una mezcla de cordialidad y hostilidad, encabezado el clan por una reina a la que interpreta una Kate Winslet irreconocible.

A James Cameron le gusta el agua (Abyss, 1989; Titánic, 1997; pero los océanos de este filme son luminosos, grandiosos, también peligrosos: el agua es la metáfora de todo en esta obra.

De nuevo Cameron acomete una obra plena de efectos especiales, con un presupuesto de vértigo, 250 millones de dólares, y una hora más de metraje, 3D, butacas que se mueven al compás de la acción e incluso ráfagas de agua que caen sobre el sorprendido espectador. Y de nuevo un alucinante espectáculo visual sin mucho que contar.

Se ve que Cameron ha trabajado sin descanso en ese desarrollo técnico. La película es un escaparate del 3D más inmersivo y la imaginería digital más realista que uno pueda imaginar.

En los primeros minutos de metraje, el efecto tres dimensiones está aumentado exponencialmente por una cristalina imagen a 48 fotogramas por segundo, gran profundidad de campo, del volumen y las texturas de un mundo de colores fosforescentes y de híper-presencias tan corpóreas, que pueden llegar a resultar fantasmales. Desde luego las panorámicas son increíbles, con un inusitado verismo y por momentos, hay emoción.

Los héroes de la primera parte carecían de hondura, su única función es ejercer de padres de quienes, se supone, serán los héroes en entregas futuras; las motivaciones de los villanos son grotescas. En la segunda parte hay alrededor de una decena de personajes que van de un lado a otro, en una sucesión de acciones interminables, sin tener nada interesante o sustancial que ofrecer.

Las dos primeras horas de esta secuela son decepcionantes. Un batiburrillo new age con frases de filosofía de carpeta adolescente o libro de autoayuda de cuarta. 

A cambio, las imágenes y sonidos que los envuelven resultan, pero hay una evidente desconexión entre la brillantez formal y la torpeza narrativa. Podría incluso confundirse con un videojuego, más que con una ficción cinematográfica.

Con tanto alarde técnico, esta entrega pierde aún más el interés en tener algo jugoso que narrar o con lo que estimular intelectualmente al espectador. Sí parece pretender dar un mensaje anticolonialista, pero su desarrollo es muy simple. Como su predecesora, quisiera ser un alegato ecologista, pero su aparatosidad no resulta convincente ni deja la menor huella posible de mensajito respetuoso con la natura.

Eso sí, Cameron ha creado una película que solamente se puede disfrutar plenamente en cines, en una pantalla enorme, con las gafas 3D y a ser posible con las butacas móviles, que hacen más veraz el vértigo de los vuelos en animales fantásticos o los raudos buceos al compás de grandes y pequeños peces veloces. Además, en estas salas de butacas móviles salpican chorreos pulverizados de agua que sacuden, estremecen y son llamativos a los sentidos. Ver este filme en casa sería perder toda la emoción y el espectáculo del que es portador.

Como apunta J. Zurro: “Con el 3D siempre se quiso recuperar esa sensación casi física que hizo que el cine se convirtiera en el gran arte popular del siglo XX”. Y si bien esta cinta no es en absoluto una gran película, sí es probable que sea la película que el cine necesita en estos momentos para que, sobre todo los más jóvenes, vuelvan a las salas de proyección.