Era medio día, algo me llevó a pasear hacia lo que llamaban recinto ferial, no era la primera vez, pero me animé a pesar del calor. Mi medio día se situaba en aquella hora de las doce del mediodía, cuando el sol, casi en su cenit, me mostraba ese campo amarillento y supuestamente asolado, y sin embargo lleno de vida, de insectos revoloteando y creando un zumbido peculiar. [Lee aquí los capítulos anteriores]

Quería una viña, y hasta allí llegué después de casi dos horas andando, el contraste con los extintos campos de trigo que quedaban atrás, eran un espectáculo de frescor, una mezcla extraña entre la corta sombra de las cepas verdeantes y el abrasador plomizo que caía sobre mi panameño.

Con los ojos cerrados me dejé llevar por la nostalgia, por la caricia de aquel sol, que entre la preñez de los campos me acunaba. Las uvas aún tardarían y aún así, cuánta vida a mi alrededor.

El Puerto, mi casa, el lugar de donde ya no quería cambiar nada, el lugar en donde la paz de un centro tranquilo y bullanguero a partes iguales me daba vida. La ciudad del mar, donde el dorado tapiz se perdía entre la orilla y el mar. La ciudad coronada de verdor frondoso y acogedor. La productiva, la de verdes campos y sol.

De mi mochila saqué un termo enfriado en la nevera durante la noche, y dejé que mi garganta se regocijara de aquel liquido ambarino y fresco, ya habría tiempo para el fino, pero siguiendo el consejo de mi amigo, era mejor educar al estomago con un buen amontillado o un oloroso que hiciera cama.

Torné la vista para vislumbrar el paisaje, y con no cierta nostalgia, emprendí el regreso a la ciudad. Seguramente me perdería, y, aún así, hasta que no pasaran un par de horas no cogería el móvil para orientarme. Allí, perdido en aquel mar de vides, El Puerto de dulce claridad, se me antojo tan maravilloso como el de la salada claridad. Respiré hondo, me sentía en casa.