Del amor se puede decir, amado lector, (y acaso no hay modo mejor de expresar su esencia trágica) lo que diría un médico de un paciente que está entre la vida y la muerte: “Ahora sólo podemos rezar: Está en manos de Dios".

Y tanto da decir con Carver en Principiantes, (de cuya adaptación a escena -Juan Cavestany- escribimos a seguido) que “en el amor todos somos principiantes”, que decirlo de Dios mismo, el cual nunca mejor se nos revela, para bien o para mal (porque a veces se manifiesta mejor a los ateos que a los creyentes), que con la conciencia de muerte.

La obra la componen dos matrimonios en torno a una botella de ginebra. Y como Dios se manifiesta, decimos, mejor a los ateos que a los creyentes, ¿cómo hará ascos, ni siquiera a lo dionisíaco, por mostrarles a estos cuatro amigos, o al mundo entero, creyente o no, qué cosa es Amor? ¿Reputación? Dios no gasta.



Y es que, si el amor fuera un árbol, y creciera de lado en la pared de una torre, ¿no sería más fácil creerlo -¿y Dios sabrá por qué?- borracho que sobrio?

Porque, a ver: ¿era amor lo que Carl -dicho sin disculpar de ningún modo sus agresiones- sentía por Terri? ¿O lo era sólo el de los dos ancianos que, por mantenerse unidos (no se separaron más que dos veces en su matrimonio) sobrevivieron al violento accidente de tráfico?

No parece claro. De ahí que seamos principiantes en el amor, de cuya esencia trágica mortal, sólo Dios, como “productor de inmortalidad” que es, nos salva.

Y no otra cosa, sino el triunfo del amor sobre la muerte, simboliza, cuando todos temían su suicidio en la ducha, la reaparición de Herb, portentosamente recreado (y ello sin menoscabo, por supuesto, de la excelente labor de sus compañeros de reparto) por Javier Gutiérrez… La puesta en escena, aunque modesta, logra su mejor perfil con la música, en especial con baladas románticas del tipo You are so beautiful, etc.