Habían pasado unos meses desde mi partida, y casi sin darme cuenta, de nuevo, tras aquellos meses en mi tierra, regresaba a mi casa, a mis cafés, a mi gente… a este Puerto que tanto me daba.

Pronto retorné a mis costumbres, y como no podía ser menos, volví a ocupar mi mesa en el viejo café. Había algunos cambios, pocos, pero el principal se dejaba notar, y aun así el ambiente no había cambiado.

No tuve que llamar a nadie, pero tal y como ocupé mi sitio, Pepe Falo se sentó conmigo. Y tras su acostumbrado buenos días, educado y formal, pidió para no dejarme solo, como él decía.

Su irónica indignación no me hizo esperar, y tras mi marcha todo estaba fatal, según sus palabras, no podía ni imaginarme el desastre de ciudad a la que había vuelto, y encima, la luz, carísima, imposible. Todos terminaríamos con velas por culpa de Franco.



Yo conocía poco sobre aquel señor, pero sabía que hacía muchos años que murió. Pero mi amigo Pepe Falo, hombre culto, bien formado, libre pensador de izquierdas que ocultaba sus partes pudendas con un chino de Ralph Laurent terminado en Castellanos, pero de los buenos, pues sus pies sufrían me ilustró.

Tal y como él decía, el viejo había construido los pantanos y las presas. Sorprendido, me extraño de que era algo bueno, pero me insistió en que se podrían haber hecho de otra forma. Encima, la otra fuente de energía eran los molinos eólicos, situados en los cortijos de los amigos del dictador. Así que la estratosférica subida de luz solo tenía un culpable, Franco y sus secuaces.

Su conclusión era contundente, tan contundente como la defensa de un gobierno que se encontraba en una trampa tendida por los fachas hace muchos años. Menos mal que su gobierno lo solucionaría todo. Y así tras dejarme estupefacto con su elocuente lección de historia, regresé a mi Puerto. Sonreí feliz, había regresado.