Por mi edad, mi infancia se vinculará siempre a mi única Biblioteca, la de la Casa de la Cultura, e igual me da como se llame ahora, porque seguirá siendo mi Casa de la Cultura, en ella me refugiaba a “estudiar”, aunque fuera detrás de un comic de Asterix; allí, Mio Cid, viejo y de tapas azules, me descubrió el castellano antiguo, ante la sorpresa de un Sr Lojo con el que compartía autobús.

Con esos recuerdos volví para presentar un libro, y descubrí algo a lo que jamás le di importancia, su bonito, placentero, íntimo y romántico jardín. Y, aunque desde la calle se ve, tímidamente escondido por la maleza, siempre se me pasó desapercibido. Limitado por la valla que rodea mi casa de la Cultura, arropado por viejos árboles, agradable y misterioso, se escondía de mi mirada.

Al entrar, y disfrutando de su verde recibidor, mientas fumaba, cual agradable plazoleta en la que algunos jóvenes disfrutaban de estos primeros rayos que nos anuncian un inminente verano, observé que la plazoleta seguía su camino hacia la parte trasera del edificio. Ante mis ojos se abrió aquel olvidado jardín, con sus bancos adosados a la valla, y que se abría conforme avanza hasta dar con un espacio lateral, más bello si cabe, que el que da la bienvenida al visitante. Me fascinó, y me entristeció, enojo y sorprendió.



La pintura del edificio estaba olvidada, como si la arboleda hiciera su función de ocultar la realidad. El suelo, cual bosque, adornado de hojas, débilmente cuidado, y,  con su paseo de piedras oculto entre el abandono y el césped que salvajemente lo invadía.

Dignamente limpio, pero, con palmeras cuyas barbas llegaban casi al suelo, como un joven sin pelar en años y dando la bienvenida a todo tipo de animales que quisieran hacer su hogar; tierno jazmines, intento fugaz de llenar los huecos, y que demostraban que no todo se olvidaba, pero creciendo sin mano que lo guiara camino de las alturas. Me confundió la mezcla de tímido cuidado y olvido.

Cerré los ojos, me imaginé aquellas altas palmeras dignamente podadas, los jazmines abrazando los pilares, cientos de rosales entre huecos inaccesibles, y yo, compartiendo el espacio, fumando y disfrutando de la lectura de aquello viejos libros.

Imaginé eventos y poesía, presentaciones frescas en veranos tórridos arropados por la sombra de la vida. Imaginé esa intimidad compartida y cultural mientras una madre leyendo, dejaba que sus hijos jugasen, seguros y cercados, mientras el gusanillo de ver gente leyendo les hicieran crecer, cual brote que emponzoñen sanamente sus incipientes mentes,  su curiosidad. Y abrí los ojos, y como tantas veces me pregunte el porqué, tan oculto está, tanto costaría, a ninguno, a ninguno de los que han pasado durante los últimos treinta años se les ha ocurrido pensar en los que leen y disfrutan de la cultura más natural.

El Puerto, mi Puerto, el del río del olvido que nos hace olvidar.