La arena prensada, la que el levante removía, la que se confundía con la orilla de aquella playa, me recibía caracoleando entre los postes de la luz. Esa arena, la misma que a los Cuatro Vientos dejaba la Piriñaca llenas de fina arena, se asentaba en los ponientes calentándose en el sol.

La explanada, con su brazo sobre la bahía, estaba sola,  la que fuera principio y final de aquella puntilla, aun dormía sin saberlo. Dependiendo del camino elegido, era el principio o el final de aquella playa, y así marcaba la igualdad de sus lados.

Sin embargo, la explanada era el principio del abrazo sobre la bahía, del dibujo sobre el rio que en la mar se iba perdiendo, guía para el inicio de un vapor de atardecida, aquel era el comienzo de aquel Kilometro de paseo sobre un mar calmado.

Eran días de madera roja y blanca, de megáfonos anunciando bañadores perdidos, de cangrejeras y cangrejos moros. Tiempos de arenas candentes y de espigones. Y es que, la aventura de llegar hasta el final de aquel espigón era toda una proeza.

A los ojos de aquellos años, camino interminable, hoy, paseo inacabado con destino a ninguna parte, como siempre, y aún así, el sendero levantisco que adentrándose en el mar dibujaba el río. MI espigón sigue siendo un misterio desconocido, ruta indefinida que es refugio para muchos, porque, al fin y al cabo, ese brazo sobre el mar, apuntando a la bahía, nos conduce hacia ella de manera mágica.

Eran años de arena prensada, de románticos veranos con los pies abrasados por el oro de la playa, de algas y de levante, de dunas y pinos, y a ratitos, de perdidos espigones. Su función, cumplida, no merece mayor interés. Para mí, sentado en aquel poyete lo contemplo, imaginando mil y unas aventuras, preguntándome si este tiempo le llevará a otras bahías.

Mi espigón tiene su sino, y aun así, que bonito paseo hacia ninguna parte, pues nuestros pasos, anclados en las rocas, tan solo nos llevan a saludar a esa bahía.