Todo me parecía un mal sueño, un mal sueño cruel y peligroso, tan real como las vidas de los que se habían marchado en soledad. Aun así, los días que habían pasado se me antojaron muy lejanos. [Lee aquí los capítulos anteriores]

Las mascarillas recordaban que no había terminado todo, pero en la ciudad que me acogía, la escasa incidencia de los hechos, así como el carácter dominado por la luz y el Sol, no dejaban paso al desaliento.

Casi que podía afirmar que incluso las calles estaban más alegres. Recordé como había momentos en los que la soledad del centro se me hacía angustiosa. Pero ahora, las ansias de salir y vivir dominaban el entorno en el que me movía.

Sabía que aún era pronto para hacer balances, para estudiar los cambios sociales, para saber si esta euforia sería duradera o no. Bajé, y ya me fue menos complicado encontrar un lugar en el que tomar café. Había estado esperando que mi amigo apareciera, y extrañamente me preocupé, pero fue suficiente un mensaje a través del móvil para que se encontrase conmigo en el lugar convenido.

Tras el café paseamos, y dirigimos nuestros pasos hacia la pasarela que nos llevaría al otro lado del río. Antes de llegar me explicó cómo era aquel paseo lleno de palmeras en su niñez. La vida que bullía entre los parterres, el Club Taurino, que pensé que sería algún tipo de asociación, aunque me explicó que era un bar.

De improviso se lamentó, y era cierto. Aquel hermoso paseo se alejaba del río, cuya ribera estaba separada por un aparcamiento, realmente parecía que estuviera condenado, abandonado, porque desde La Herrería a la pasarela, conforme se avanzaba, perdía fuerza la presencia de negocios, se alejaba más del río, y terminaba en aquella pasarela, cuyas impresionantes vistas dejaban como una zona de guerra toda una franja triste y oscura, ahogada entre un aparcamiento y edificios abandonados.