Tenía a Alexa encendida mientras me terminaba de arreglar, fuera, la lluvia caía implacablemente sobre los adoquines, la música se confundía con el golpear de las gotas sobre los cristales, y a pesar de no hacer un tiempo agradable para salir, estaba deseando poder tomar mi expreso en el bar de la esquina. [Lee aquí los capítulos anteriores]
En mi ciudad la lluvia era una compañía constante, y el trasiego de gente en torno al mercado demostraba que aquí tampoco el agua encerraba a nadie.
Según mi amigo, cuando llovía mucho, se inundaba la zona de la Bajamar, y aun recordaba cuando el año anterior un río de agua bajaba por calle San Juan buscado el río. Al parecer, o había poca agua o las arquetas estaban limpias, evitando las temidas inundaciones. Supongo que habría de todo un poco.
En la barra, el calvo tomaba un café con cara de preocupación, esa mañana no había acudido a la playa a darse su baño, su perra había decidido quedarse en casa. La preocupación era entre evidente y secreta, y aunque no nos quiso dar más información sobre el tema, unos amigos habían venido desde Canarias para hacerle una visita. Intuimos que no debían ser muy amigos, o al menos la visita no debió ser muy agradable.
Fuera seguía mojándose el aire, que cada vez estaba más limpio, como los pinares, en donde se debería haber celebrado la Romería de San Antón, y cuyo anuncio de suspensión fue tomado como lo habitual. Tras terminarnos el café, por supuesto mi amigo aderezado con brandy, decidimos ir hacia el río.
Tomamos el camino de la calle Palacios y en un salto nos encontramos con los brazos apoyados en la barandilla del río. Era agradable la sensación de ver como el cielo y la tierra se fundían en aquel río, gota a gota.
Captó mi atención un enorme edificio, abandonado, enorme. Me explicó que era un antiguo hospital, en donde llevaban a los toreros. En estos tiempos, y tras dependencias del SAS, se moría poco a poco sin que nadie le diera uso.
En su particular y simple visión de las cosas me hizo ver las terrazas que daban al río ocupadas, era el espacio ideal para un hotel de lujo, o por lo menos para una residencia de ancianos, me explicó que había una capilla, a la que nos acercamos, y aunque intentamos que nos dejaran ver el precioso patio que me describiera mi corchete, se nos negó por el mal estado del mismo.
Cuando salimos y vi la envergadura del edificio, le di la razón, era el espacio ideal para un hotel, una residencia, lo que fuera, pero lo que no merecía era el estado de abandono en el que estaba.