Quizás no importase la hora, el día amaneció como todos los días de verano, con esa fresca brisa que nos daba un respiro antes de afrontar el calor pegajoso del levante.
Las calles, aun envueltas en unas calles acogedoras invitaban a pasear. La cola de los churros ya anunciaba la calle Sierpes, y al llegar a ella el tiempo se detuvo. Las pocas mesas de la tasca estaban ocupadas por copas mañaneras para aquellos que comenzaban a terminan el día oliendo a pescado. La casa más surtida abría sus puertas, y todo el lateral del mercado extendía sus toldos que darían sombra a los puestos que adentro no cabían.
Los tiempos pasan, la higiene se impone, el trasiego del montaje y el desmontaje deja paso a la estabilidad, pero en mi memoria, la calle Sierpes sigue llena de aquella vida nómada de quienes siempre extendieron sus géneros a la vista de todos. Aún hay nostálgicos que ocupan algunas de sus fachadas día tras día, pero aquella calle Sierpes fue perdiendo con los años ese aroma a madera recién cortadas, a fruta fresca, a ropa… La vida sigue, las esencias perduran, los recuerdos alientan el recorrer las calles cerrando los ojos, los cuales nos muestran aquello con lo que crecimos.
Hoy, hoy todo es distinto, quizás más amplio y hermoso, pero desde la Puerta Principal del Mercado, un inmortal Romualdo sigue pidiendo que se mueran las feas, hoy sé que pedía que muriesen las feas costumbres, la fea envidia, la fea maldad, porque para él, todas las demás eran guapas.
Cuando abro los ojos, la cola de los churros me permiten pedir algunos, y aunque su ubicación no es la misma, sus aromas son testigos del paso del tiempo. Con mi papelón me dirijo al otro testigo inmutable, el Vicente de doble nombre y más conocido por Pepe, y allí, sentado en la misma esquina, espero paciente a que Don Ventura salga con su perro salchicha a darme los buenos días. Cierro los ojos, y pienso que aquel Mercado aún sigue vivo.