Las ansias de vivir, de volver a ser dueño de mis pasos, no los precipitaron, de forma extraña la velocidad por los paseos prohibidos me dieron serenidad.
Disfrutaba del entorno de una manera hermosa y real, en un tiempo presente que no se detenía, y que jugaba con los colores de una mañana tan clara como otra.
Los pasos me llevaron por un camino enamorado, que, al acabar, me hicieron girar a la derecha, hacia Puerto Sherry. Conforme avanzaba, con una marea baja que dejaba al descubierto las frescas rocallas, me dejé enamorar por los pinos, que, a mi espalda, escoltaban mi camino.
Un paisaje sin precio de enorme valor. El agua, tranquila, daba aun mayor serenidad a cada zancada, hinchando mis pulmones de una vitalidad que no me era desconocida. Todo lo que me rodeaba hacia olvidar al calor, que, arrancándome gotas de un salino sudor, me invitaba a buscar refugio entre la frondosidad de los pinos. Pero, sin embargo, un mar silencioso y claro me atrapaba no dejando que de él me apartase.
Mi mente limpia se olvidó casi por completo de todo lo que no merecía ser recordado, alejó pensamientos que me dieran negación y olvido, empatizando incluso conmigo mismo, me dejé llevar por un Puerto que invitaba a recorrer y recorrer kilómetros de costa, desde una Puntilla a un Almirante podía ocupar toda mi mañana, y el mar, que se retiró para abrirme sus puertas, me dejó una orilla amplia y despejada en donde el mismo cielo me envolvió en una agradable brisa que empujaba mis pasos y pensamientos.
Como ningún otro día, y casi ridículamente emocionado, agradecí vivir donde vivía, porque comprendí que la única forma de pasar por este mundo, lleno de problemas, éxitos, rencores absurdos, grandes alegrías, enfrenamientos ridículos y mucho amor, era comprender que podemos ser felices dejándonos abrazar por un rincón donde nuestros sentidos se pierdan por unos instantes.