El confinamiento te somete a juegos mentales en donde el miedo se acomoda en lo más intimo de tu ser obligándote a ser distinto.
Día tras día te asomas a la ventana, al balcón, a la terraza, al jardín, a donde sea, y solo una cosa permanece inalterable… el cielo.
El cielo cambia cada día, cada día es distinto al anterior, las nubes, adornan los cielos en cada nuevo amanecer, y a falta de ellas, el Sol ilumina de diferente forma cada mañana.
No, el cielo no es igual cada día, ello nos conduce a notar el pasar de los tristes días de confinamiento, detenidos ante un mundo que no cambia, en el que día a día se transforma.
Siguen pasando los días, inmutables, pesando a veces como loza que nos aprisiona, dejándonos sin libertad, sin ilusión, sin un futuro, que, de incierto, nos aterra. Cuando eso pasa, tomo contacto con el aire, miro al cielo, un cielo limpio, pues el cielo del Puerto, siempre, siempre está limpio, puede que emborregado, pero con nubes limpias, claras u oscuras, pero limpias. Brillante y luminoso… levantisco.
La limpieza me devuelve a mi mundo, ese mundo que no ha cambiado, que está ahí. Mirando al cielo veo que nada cambia, que todo sigue, menos yo, mi mente se encoge por el miedo a lo desconocido, mi mente se esconde del futuro, se niega a aceptar el presente y se refugia en un pasado y en un lamento estéril.
Sin embargo, mi cielo sigue ahí, con sus olores a sal, a mar, a vinos, a campo, a mareas y lodo, a nieblas y colores. Mi cielo protector me quita el miedo, me da fuerzas para comprender que siempre estará ahí, esperando.
Paseo por las nubes, sueño y vuelo, y el miedo, el miedo desaparece, y con él el confinamiento, las ataduras, pues solo somos a veces esclavos del miedo, un miedo que nos domina en todos los sentidos, y que siempre se aprovecha para imponer su voluntad.
Confinémonos, pero sin miedo, porque somos dueños de nuestra propia libertad y voluntad cederla si es necesario.