Desengañados hace décadas de las posibilidades del arte como arma de cambio, como herramienta para reventar estructuras sociales podridas –dónde dormirá aquello de la literatura comprometida–, la posibilidad de denunciar en cuadros, canciones, novelas o escenarios las fisuras malolientes del sistema se alza en espejos deformantes que valiéndose de la sátira más descarnada o de la fina ironía nos devuelven, con el irreverente lenguaje del humor, las silenciosas anomalías de nuestro aparente bienestar colectivo ante las que muchas veces solo queda reírse, por no llorar.

Así lo ha entendido el mejor teatro de los últimos años y así parece haberlo asumido también As Panadeiras, compañía gallega de ya largo recorrido que, en una coproducción con el Centro Dramático Nacional, lleva tiempo girando con Las que limpian, que el pasado viernes abrió la escuálida temporada teatral del Muñoz Seca para este otoño: solo tres representaciones.

La historia nos traslada a la Galicia de hoy mismo y a un hotel en la isla de La Jota (transposición de La Toja) donde un empresario salvaje y avinagrado –un Míster Scrooge con acento pontevedrés– dirige un prestigioso hotel con mano de hierro y ninguna empatía hacia sus empleadas, especialmente hacia las camareras de piso, vilmente explotadas por sueldos de miseria a cambio no solo de su tiempo de trabajo, sino de su salud y, en no pocos casos, de su más incuestionable dignidad.



La representación transcurre con ritmo más o menos acertado e interpretaciones aceptables de la mano de tres actrices versátiles que se desdoblan con lucimiento en diversos personajes e intercalan, además, bellos temas musicales de resonancias gallegas.

Algunos gags son mejores que otros y llegan a conectar con el público cuando rompen con la cuarta pared y lo convierten en compañero de viaje de la lucha de todas las “kellys” del mundo mundial (acrónimo acuñado durante sus luchas sindicales de “las que limpian”)  en pro de los más básicos derechos laborales.

A destacar, también, el uso creativo de muy pocos elementos escenográficos y una efectiva iluminación. El invento naufraga cuando la ironía, la caricatura con mala leche y la fábula desopilante se truecan en oratoria obrerista, moralina insufrible y, cómo no, inevitable feminismo, muy falto de actualización por cierto, que reclama que los hombres tienen que aprender de una vez  por todas “a planchar, poner lavadoras  y bajar la tapa del váter”.

A esas alturas del partido la obra ya no era una pieza teatral, sino un panfleto en busca del aplauso cómplice por razones humanitarias, ideal para los actos de celebración del ocho de marzo, por ejemplo. Y una vez que se descarrilla hacia lo obvio, lo esperable y lo políticamente correcto, sucede lo obvio, lo esperable y lo políticamente correcto: que llueven los vítores y las ovaciones en pro de una sociedad más justa y de un mundo mejor.