De los trenes cargados de artistas enfilando las vías camino de Madrid solo nos sabemos las historias de éxitos: las de los cantaores, las bailaoras, los guitarristas que les doblaron el pulso a sus pobrezas de origen y se hicieron un sitio –más o menos relevante, pero sitio- en la capital de los tablaos de leyenda y los cafés cantantes.

Pero fueron mayoría los silenciosos fracasos, cientos de capítulos de quienes no llegaron, o se acabaron despeñando, más temprano que tarde, tras haber rozado el espejismo de la gloria. Evoca uno de esos episodios el, en otro tiempo, artista José, que al cabo de los años se tornó más artista, pero de la supervivencia, y ahora vaga por un Madrid de cielo desabrido, buscando techo bajo el que guarecerse de la lluvia y de su larga miseria junto al sin par Locky, discapacitado intelectual que ha convertido en solución habitacional la marquesina abandonada de una parada de autobús tan desgastada como él y su nuevo amigo, el  alcohólico artista del Cádiz más puro y añejo.

Estos dos pájaros de cuenta, sin demasiadas cuentas que hacer ya, protagonizan Flamencólico. La parada, la obra con la que cerró el pasado sábado la temporada el teatro Pedro Muñoz Seca, inscrita en el aplaudido, y necesario, ciclo de El Puerto. Artes Escénicas.

La propuesta no puede ser más digna, sorprendente y bien trabajada, muy por encima de algunas de las vistas en los últimos años en la división Premium. Brillante y suficiente la escenografía -no se puede decir más con menos-, sugerente la iluminación, que sabe jugar con los estados de ánimo de esas dos almas en pena, y magníficos el ritmo y la escritura del texto, donde lo andaluz está lleno de verdad y huye de los tópicos más casposos con agradecible sabiduría. Se suceden los diálogos con réplicas geniales, los conflictos saltan con pasmosa naturalidad y los números musicales no están al margen de la trama principal, sino que se integran en ella de manera orgánica, como parte del desafortunado background del hijo de un ferroviario que acabó viviendo en la calle y de una promesa del cante al que le sobró capacidad y le faltó la valentía suficiente para no abismarse en el precipicio  de los perdedores.

Este cúmulo de aciertos no es, ni mucho menos, fruto de la casualidad, sino de las dilatadas trayectorias de los creadores de este espectáculo. Se mete en el papel de José el multifacético Selu del Puerto, que lleva desde que era un muchacho subido a los escenarios de medio mundo, y con apenas cuarenta años acumula la experiencia de un auténtico veterano. Interpreta con desenvoltura espontánea –lo lleva dentro y se nota-  se mueve por el escenario como por su casa y gracias a su versatilidad vocal lo mismo borda un cante de Cádiz –su especialidad- que una soleá por bulerías o un sentencioso martinete.

Enfrente tiene a Álvaro Galán, producto de lujo de las nunca suficientemente valoradas escuelas municipales de teatro –detrás, por cierto, de tanto buen artista portuense, lo que demuestra la importancia de cuidar la cantera desde las instituciones públicas-. Nos ofrece Álvaro con maestría un Locky desgraciado, entrañable, sensible, sabedor de que su vida no ha sido precisamente un paseo estelar, pero luchador, entusiasta de los pequeños gozos de cada día y sin un ápice de fácil lloriqueo o autocompadecimiento.

Hay que saber mucho de teatro para estar a una altura tan elevada. Enhorabuena a Selu y a Álvaro, que han creado su propia compañía, Teatro Jondo Company, con la que esperemos que pisen teatros de todo el país para que públicos diversos disfruten como lo hizo el que abarrotaba el sábado las butacas del Muñoz Seca. Méritos, desde luego, no les faltan ni a ellos ni a Flamencólico. La parada.