Esta pasada semana vi una película que parece echa a la medida del cine Madrigal de Granada, lugar donde asistí a su estreno. La última película, que además de una obra poética y hermosa, lo es también de añoranza de los viejos cines que hacían proyecciones con rollos de película y salas a la antigua usanza, a donde los espectadores asistían con entusiasmo.
El cine Madrigal es el último cine clásico de España. Lleva más de 60 años ofreciendo lo mejor de la cartelera y es el único del país y probablemente de los pocos del mundo, que aún proyecta las películas en analógico de 35 milímetros, con su Galaxi 140. Artesanía pura.
De otra parte tiene un recinto tradicional, todo ello en el centro de una capital como Granada, con madera, el tapizado color rojo y la platea superior como las antiguas salas.
Ha soportado en pleno siglo XXI la feroz competencia de los modernos cines en centros comerciales o en forma de multisalas. Además, a un precio reducido, a lo que se une el esmero con que sus dueños y empleados cuidan y tratan al público asistente. Ni que decir tiene que la familia propietaria es enteramente vocacional, los Torres-Molina.
El Madrigal es un cine único, convertido en el último Cinema Paradiso (peli de la que hablaré también). Con una historia y un proceso que podemos ver reflejado en los filmes que ahora comentaré, obra centrada en las ilusiones y la inocencia, donde destaca la cultura del cine de pantalla única y rollos de película.
Van en estas líneas algunos comentarios sobre La última película (2021), de P. Nalin y Cinema Paradiso (1987), de G. Tornatore.
Como ha declarado el propio Nalin: «En mi caso el amor por el cine surgió cuando tenía 8 o 9 años, justo en el momento exacto en el que vi una película por primera vez en mi vida (…) Me quedé literalmente sin habla, sorprendido, abducido (…) Esa misma noche les dije a mis padres: “Yo quiero hacer esto”. Y desde entonces no he cambiado de idea».
Samay, de nueve años, vive con sus padres y su hermanita en Chalala en una aldea remota de la india, en Saurashtra, en el estado indio de Gujarat. Va al colegio y ayuda a su padre a vender té en una plataforma ferroviaria. Cuando descubre el cine queda hipnotizado y atraído por el celuloide, después de tener dentro de la sala una experiencia cósmicamente transformadora.
Empieza a dejar de ir a la escuela para ir al cine día tras día. Como quiera que no tenga dinero para pagar la entrada, consigue hacer amistad con el proyeccionista Galaxy Fazal. A cambio de la exquisita comida que su madre le prepara cada día, le permite ver las películas gratis.
Desde muy pronto se da cuenta de que las historias se convierten en luz, la luz en películas y las películas nada menos que en sueños. Samay y su inquieta pandilla, contagiados por esta emoción, indagan sin descanso cómo captar la luz.
Gran fotografía de Swapnil S. Sonawane, que acierta a plasmar en una paleta de tonos multicolor, un cuadro donde pinta la aldea de Samay, los paisajes exóticos; una florida India primigenia, las tonalidades de los ropajes, los rollos de película, la luz, los reflejos o las especias en la concina materna.
La película tiene elementos autobiográficos y el elenco está compuesto principalmente por niños a los que el director ha sabido llevar muy bien. La película se rodó en pueblos y estaciones de tren en Saurashtra. No olvidó Nalin traer viejas películas en gujarati y rodar en esta lengua: «al tratarse de una película bastante autobiográfica y siendo éste mi idioma materno sentí que era lo que tenía que hacer para ser honesto y realista con el filme y conmigo mismo» (Nalin).
En palabras de Nalin: «El personaje de Samay está basado en mis propias experiencias y en lo que mis amigos y familiares solían narrar de aquella época».
Acierta Nalin con una dirección libre y cargada de poesía y su libreto se llena con las pequeñas diabluras que se van sucediendo para confeccionar una historia de sólidos sentimientos, todos ellos a pie de infancia, casi sin alzar la mirada al mundo adulto.
Una atrayente y bien acoplada música de Cyril Morin y gran puesta en escena. El filme apuesta por la narración visual y el montaje demuestra un importante talento para devolver lo que es propio del cine: la emoción que siempre tuvo y nunca debió perder. De hecho, ganó la Espiga de Oro en la Seminci de Valladolid muy merecidamente.
En el reparto la bella Richa Meena está muy bien como Baa, la madre del niño. Dipen Raval muy eficiente como el padre. Bhavin Rabari excelente como Samay, un niño de intensa mirada y muy expresivo. Bhavesh Shrimall, para mi gusto el mejor, como Fazal, el proyeccionista.
Los niños que vemos en la película no son actores y su origen es la misma zona rural del director, niños naturales, acostumbrados a correr casi desnudos, que se sientan en el suelo y hablan en su lengua autóctona (gujarati).
Hay capítulos dignos de mencionar, como la relación del niño con el mundo singular y alocado del proyeccionista, o su mirada ante las imágenes del cine popular indio del Bollywood de entonces.
Es también curioso el fervor gastronómico de una madre que cocina y elabora manjares desde el alba, exquisitos alimentos para su familia que al pequeño protagonista le sirven a modo de trueque: comida rica por cine gratis.
Más extenso en revista de cine ENCADENADOS.
El relato tiene lugar en Sicilia poco antes de la televisión. El niño Salvatore es natural de un pueblecito cuya principal distracción es ir al cine. Cautivado por las imágenes en movimiento proyectadas en la pantalla, el muchacho cree ciegamente que el cine es fruto de la magia.
Un buen día, Alfredo (Philippe Noiret), que es el operador de proyección, después de algunas resistencias a hacerlo, le muestra al pequeño los enigmas y secretos que se esconden detrás de una película. La ilusión y el afecto por el cine se incrementan aún más en Salvatore.
Esta es una obra que tiene también tintes autobiográficos, si bien con una carga de ficción. En ella, un maduro y acreditado realizador, evoca su infancia y los momentos vividos en compañía del entrañable encargado de un viejo cine, antes de su inminente demolición.
Salvatore, que ha crecido casi dentro del cine con una gran pasión cinéfila, en un momento dado debe abandonar el pueblo para buscarse la vida. Treinta años después recibe un mensaje en el que le comunican que debe volver a casa.
Hay capítulos del filme, muy pintorescos y propios de aquellos tiempos. Por ejemplo, hay un cura de pueblo que es el cliente más fiel del cine, que todas las semanas aparece para censurar las películas. Mientras el Alfredo muestra la película, el sacerdote se sienta con una campanilla como las de misa, a la mano. En cada manifestación carnal (beso o abrazo), el sacerdote hace sonar la campana, la proyección se detiene y se cortan las imágenes “ofensivas” a la moral. En la cabina de proyección se amontonan las tiras de celuloide censuradas que nadie verá nunca, al menos no en ese pueblo. Pero la peli tiene una sorpresa…
En Cinema Paradiso se exhibe de todo y muy variado. Su director Giuseppe Tornatore ha contado en forma autobiográfica, que el teatro de su ciudad natal, cuando era niño, ponían pelis desde Kurosawa hasta las películas de Hércules, y en esta cinta vislumbramos a Chaplin, John Wayne e innumerables melodramas hollywoodienses en que los personajes masculinos y femeninos se miran con ardor, se aproximan hasta casi besarse y luego (corte por medio), se separan, intercambiando una mirada romántica.
Tornatore acierta a desarrollar con ritmo ágil, con entusiasmo diría yo, un filme que además tiene una gran ambientación, estupenda fotografía de Blasco Giurato y que cuenta con una maravillosa banda sonora de Ennio Morricone, una música inolvidable que ya ha pasado a la historia de las bandas sonoras más celebradas y tarareadas de la historia del cine. Podemos escuchar aquí el tema final:
La película tiene un reparto excelente y unos trabajos actorales de primer orden donde destacan Philippe Noiret, Marco Leonardi, Salvatores Cascio o Jacques Perrin, entre otros.
El amor al cine y su muerte son los pilares de una historia que bordea la lacrimogenia, si bien la habilidad con que evita traspasar los límites de la lágrima fácil constituye una de sus virtudes principales, aunque peque de cierta autocomplacencia. A pesar de todo, el equilibrio acaba imponiéndose y la cinta sale airosa de no caer en la sensiblería.
Si alguien la ve de nuevas o la vuelve a visionar, no negará que es una obra que emociona casi sin remedio, alcanzando su clímax en un final soberbio que es todo un homenaje a la historia del cine.
Filme que es ya un clásico del cine italiano, con un Oso de Oro y un Oscar a mejor película de habla no inglesa. Excelentes interpretaciones (actores como un Noiret inconmensurable), memorables notas musicales de Morricone, todo ello para contar una historia muy hermosa centrada en el cine.