El pasado año, cuando ya las reuniones de más de veinte personas aún daban miedo, recibí el encargo de presentar, pregonar o simplemente hablar de un pueblo orgulloso, ahí fue donde recibí una magistral lección que jamás olvidaré, y que aplico absolutamente a todo lo que me rodea, influye, afecta y me llena. [La bandera romaní ondea en el balcón del Ayuntamiento con motivo del Día Internacional del Pueblo Gitano]

Defendí el orgullo, aplaudí sus logros, ensalcé sus méritos y, sobre todo, cometí el error de integrarlos orgullosa y plenamente. En ese momento mi amigo y colega, hermano de camino y orgulloso de sus raíces, me recriminó y me alertó de que el objetivo, la integración, la comprensión y los logros sobraban, y sobraban porque la condescendencia no es normalidad, porque aplaudir un logro es reconocer que son pocos los que alcanzan su objetivo, y que cuando el éxito de los suyos fuera algo no digno de mención, se habría terminado la lucha.

Me abrió los ojos, porque terminar una carrera depende de cada persona, de sus capacidades y la raza, sus raíces, no deben jamás ser un obstáculo, que superado, es digno de admiración.

Yo defendí que habían luchado y habían ganado, y me di cuenta de cuanto queda por hacer, porque ser gitano es un orgullo, y una vergüenza que tengamos que aplaudirle porque lleguen a donde pensamos que ellos no pueden llegar.

Seguimos llenos de prejuicios, y como en aquella Cabaña del Tío Tom, aplaudimos al negrito bueno, cuando el aplauso lo merecen las personas, sin que el color, la raza o su idiosincrasia tenga que ser motivo de zancadilla o limosna.

En esta semana de Pasión, en esta semana de incomprensión y miedo a las ideas nuevas, que siguen llevando a personas a una cruz tras el calvario, mi bandera seguirá ondeando, mi corazón tratará de limpiarse de siglos de miradas que inculcan las diferencias, y mi alma, mi alma se llenará de orgullo por mis amigos, por todos mis amigos.