Noté que algo mojaba mi mano, y al mirar, su enorme cabeza color chocolate me saludaba. Apoyó su cabeza en mi regazo mientras mis manos le acariciaban detrás de las orejas, y así se quedó, pacíficamente, hasta que el Calvo, a quien había acompañado en su paseo, ocupó la silla vacía junto a mí mientras se pedía un ponche.
Un silencio, cómodo, y corto, dio paso a una pregunta muy común, a la que respondí que a mí también me parecía absurdo. No podía entender porque después de un año, seguían cargando el peso de las restricciones en los bares. Nada avalaba que el alternar fuera fuente de contagios, nada nos indicaba que cerrando bares se detuviera la pandemia, la cual, por desgracia, seguía su marcha con bares y sin bares, y a un rito implacable que se llevaba a algunos amigos.
Ambos nos acordamos de algunos amigos, los cuales, encerrados en sus casas desde las seis de la tarde, habían enfermado, y aunque sonara ridículo, la falta de compañía, aunque fuera en la barra de un bar les empujaba al siguiente día. La soledad impuesta por decreto, el obligatorio empuje a beber frente a un televisor frío y manipulado, estaba llevando a mucha gente a cuestionarse miles de cosas.
Discutimos, pues yo seguían confiando en que se hacía lo mejor que se podía, que nadie tenía intención de amargar a nadie, y que los políticos tratan de hacerlo lo mejor que pueden. Mi inocencia y desconocimiento de los políticos españoles causó su risa, levantó su copa de ponche, me mencionó dos nombres, y tan solo dijo, ya están con ella.
No quise seguir preguntando, pues notaba como sus ojos se empañaban, y su último gesto me consternó. Ni era justo para los dueños de los bares, ni era justo para quienes un bar era la prolongación de su casa, el lugar donde al menos notaban el calor y la compañía que la soledad de sus paredes le brindaba.