Me recosté en aquella duna, dejando que el sol invernal me hiciera cerrar los ojos. La playa, frente a mí, no dejaba de invitarme a reflexionar, y poco a poco me fui dejando llevar en aquella mañana calurosa.
De pronto, el cielo comenzó a oscurecerse, era como si una gigante mano ocultase el sol, y miles de negros nubarrones se posaron sobre mí.
Mi primera intención fue salir corriendo, alejarme todo lo posible de aquella playa oscurecida por las nubes. De pronto, algo humedeció mi frente, mi mano apartó la gota que amenazaba con mancharme las gafas, pero de pronto, cientos de gotas comenzaron a caer, mi sombrero, mi fiel sombrero ocupó su lugar, pero en lugar de correr, algo extraño me retuvo allí.
Mi cuerpo no me obedecía, y el encanto de las gotas cayendo sobre la arena, fundiéndose con ella me dejaron petrificado. Curioso espectáculo, el mojarme apenas me importaba, me puse de pie y me acerqué a la orilla, envuelto en mi gabardina que pasó de mi brazo a acogerme, dejando que la lluvia callera sobre mí, sobre la arena, sobre el mar.
Deshice mis pasos y caminé buscando el paseo del río. Desde allí tomé el camino de vuelta, por unas calles vacías, en aquel primaveral y frío día en el que el sol me recibió, pero en el que aprendí como todo cambia sin darnos cuenta. Del cálido y acogedor resplandor, pasé a la fría y oscura lluvia, cuyo encanto formaba parte de la vida.
Todo era necesario, y hermoso, mi río, dorado por el sol, mi río, cantando al son del repiqueteo de la lluvia. Mis pasos acompañaron el rítmico sonido de las gotas que caían sobre el asfalto, tiñendo de oscura humedad los aparcamientos. Aspiré profundamente, y me llené de Puerto, del olor agradable de la lluvia.
De pronto, igual que parecieron, las nubes se fueron marchando, era como si el sol hubiera abierto sus brazos para abrirse camino y volver a saludarme. El aire, limpio y suave se llenó de luz, de color, de vida. El Puerto volvía a sonreír aunque, verdaderamente, jamás dejo de hacerlo.