Los recuerdos me llevan a esa edad en la que solo quedan imágenes sueltas, balbuceos de unos ojos que aún no saben ni mirar. Imágenes y personas que van y vienen, como en una nebulosa, y en ella, como un recuerdo vago Fernando, creo, que era el sacristán y vivía al final del pasillo, en la antesala que llevaba al patio y al salón de actos.
Los recuerdos me llevan a los ágapes de los primeros viernes de cada mes, el que la Hermandad del Rocío celebraba después de la misa.
Mis recuerdos me llevan a una vieja librería, repleto de pequeñas novelas, era la librería con las novelas de Marcial Lafuente Estefanía que había en el salón de actos. Otros me llevan a la misteriosa casa del Cura, cuyo único misterio era que no entrabamos nunca en la casa de Don José.
Con los años fui perdiendo contacto, el Rocío y su hermandad dejó de ser parte esencial de mi vida, y San Joaquín se fue desdibujando de mi memoria. Pasaron años, pasó a una parroquia de aquellas marismas azules Don José María Rivas… y llegaron otros tiempos, tiempos en los que La Amargura fue cogiendo sitio en la casa familiar, volviendo de nuevo a San Joaquín y su entorno.
Pasaron los años, y Don Guillermo pasó del cura desconocido a alguien que era conocido y querido. Los años fueron pasando, y Don Guillermo y San Joaquín eran para mí una sola cosa.
La Iglesia continúa, vendrán quien ocuparán los lugares de aquellos a los que Él ha ascendido de categoría, enviándolos a parroquias más altas. Aquí nos quedaremos con la extraña sensación del adiós, del vació mundano que deja aquellos a quienes tratamos.
San Joaquín vuelve a ocupar protagonismo en mi vida y en mis recuerdos, pues mi vida, en estos años vuelve a tener la Custodia de Nuestra Señora de los Milagros y de La Amargura, pues al salir de mi casa, a un lado la una al otro la otra. Don Guillermo ya está un poco más arriba, y todo indica que seguirá velando por sus fieles y su parroquia. San Joaquín… no se queda a solas.