Cada ciudad cuenta con una tonalidad distinta, con unos colores que la definen y amparan, sus gentes, sobre todo sus gentes, son las que más contribuyen a crear esa tonalidad característica, personal, única… y El Puerto, pasa del verde al azul dejando atrás los blancos de las salinas.
El Puerto, la salada claridad que entono Alberti, salada claridad tan lejana como cercano era el tono dorado de las bodegas y sus gentes, envueltas en el frescor de las bodegas mientras los caldos pasaban del dorado al cobre.
La ciudad azul que rompía la blancura de las olas con las proas mientras cientos de gentes faenaban, al igual que aquellos, que envueltos en el verdor de las vidas se congraciaban con quienes segaban los dorados trigales.
El Puerto, la ciudad de los mil tonos, la resplandeciente de cal y albero, la de sombras en los patios, la de los tonos cálidos y cercanos que invitaban a confundirse con el entorno. El Puerto, el mismo que dejó dormir y ensombrecer los tonos de mil aromas, sumiéndose en una sombra misteriosa y triste que poco a poco todo lo envolvía. El Puerto, el dormido entre los brazos de la desidia, la inactividad y el miedo a la denuncia, el inmóvil que jugó a pasar desapercibido antes de que, moviendo una ceja, los mil dardos de la oscuridad le hicieran retroceder… y sin embargo, dormido y despertado, cuajado como un geranio de mil tonos, como un brote que el Sol se empeña en quemar, como un brote que a la sombra de la tormenta, se marchita entristecido por un sol inexistente que no lo deja florecer.
Y así, así es El Puerto, la ciudad de los mil tonos, entre los que no tienen cabida el negro del agorero, el gris del insidioso, el irascible bermellón o el blanco roto y apagado de la desesperación.