Que el 2020 es un año atípico lo sabemos, que en verano el calor aprieta es también algo lógico, lo que ocurre es que todo lo que vivimos quizás sea demasiada casualidad, sobre todo porque el verano de nuestras vidas, ese en el que la aparición pandémica nos hizo replantearnos nuestra forma de vida, viene acompañado de quizás el verano más caluroso de los últimos tiempos.

Ello conduce a una extraña mezcla de miedo al contagio con el encierro voluntario. Los aires acondicionados hacen su agosto, funcionando en los hogares de forma ininterrumpida, las playas, cuando debían estar menos saturadas, se llenan de gente buscando la orilla, y el centro de España, huyendo de la meseta castellana, de los áridos campos pendientes de la cosecha, busca las costas, el sol de mar y las playas.

Es un verano atípico, y el uso obligatorio de la mascarilla hace que ese aire cargado de sol, casi irrespirable, se haga más denso que de costumbre. Para colmo de los colmos, El Puerto, la ciudad hermana del Levante, tiene veranos de poniente, y veranos de levante, y cuando nos toca el verano levantisco, las noches se buscan porque refresca algo el ambiente, aun empapando de sudor hasta las ideas.

El 2020 será eternamente recordado, será el verano de nuestras vidas, el verano de las mascarillas, del levante moviendo un aire de casi 40 grados, el verano del aire irrespirable, filtrado por una mascarilla. El verano en el que la distancia social es más una necesidad que una imposición, porque el calor que desprendemos nos hace huir del vecino más amado, del más tierno sentimiento de afecto.

Y aún así, 2020 pasará, el calor terminará por aburrirse, las mascarillas irán desapareciendo, de la misma forma que aparecieron, se nos olvidará que dar besos es peligroso, que los codos están para apoyarlos en las barras, y llegaremos al temido invierno del contagio agorero en donde diremos, que la Navidad del 2020 fue la Navidad de nuestras vidas. Soñemos con frescos pensamientos junto al mar.