Poco a poco, esa normalidad que nunca se marchó, se adueña de todas las calles, todo modifica y cambia nuestras circunstancias, y después de lo ocurrido, otros ojos gobiernan nuestros sentidos, nuestros pasos, nuestro sentir.

Percibimos de distinta manera, sentimos de forma amable,  comprendemos y empatizamos, no porque hayamos cambiado, sino porque el freno que la vida nos puso, ralentiza nuestra forma de vivir, pausando nuestro mirar, dejándonos abrazar por un entorno acogedor.

Lentamente, paseamos, y sin darnos cuenta, sentimos la ciudad acogiéndonos. La ciudad, la ciudad vieja, aquella deshabitada, la olvidada, la de las fachadas marchitas y los empedrados mellados, la de cal y albero, la de teja y cielo.

Nuestra ciudad vieja, con nuestro viejo río, visitada más que habitada, la de muros blanqueados por la calicha y rejas oxidadas. Nuestro centro, aquel que nace en cada amanecer como centro del mercado, de la banca, de las administraciones, y que se abandona a su suerte, como un muñeco roto que ya no sirve cuando llega la tarde.

Nuestro centro, que comenzó en penal y en Jesuita acabó, el mimado por los Balbos y admirado por Joselito. Nuestro centro, el que lloró en la pandemia sintiéndose abandonado, el que acogió las mil risas al ver la vida volver, aquel que nunca se queja mientras en torno a sus calles, se siente desfallecer, con fachadas que sostienen vigas vencidas y huecas a punto de perecer.

Poco a poco, la normalidad vuelve a las calles, las miradas fugaces que antes solo veían el frente, se alzan con mayor calma, admiran los balcones cargados de indias, los de hierros repujados, los de forjas laboriosas, la de capiteles  que anunciaban un esplendor de aquellos años dorados, y al final, detenidos entre la sonrisa franca de mil casapuertas, nos sentimos acogidos por un centro, por un centro…. que nunca muere.