El cielo se empaña con unas nubes que dejan pasar solo al Sol, a ratos, finas gotas limpian los aires y las calles, poco a poco, la primavera caprichosa va tomando una ciudad, una ciudad agotada y llena de vida.   

Atrás quedan los días de cooperación, de empuje y ayuda mutua, y el único reflejo de lo pasado son las mascarillas que aun se dejan ver por la ciudad.

El carácter vuelve a su ser, y los abrazos, las manos estrechadas y los besos regresan para quedarse. La ausencia de miedo contrasta con las noticias que aun piden calma y prudencia, y el cielo, en ocasiones, llora débilmente, pues aún no todo ha pasado, y quienes más cerca viven del riesgo, se lamentan de la falta de cordura.

El cielo se empaña con las nubes que se alejan, viendo pasar, impasible, como la normalidad se abre paso a empujones por entre quienes aún sienten respeto, respeto y miedo.

Todo se antoja difícil, el aire fresco, el Sol cegador del medio día, la playa bañada de húmeda relajación, la primavera perdida, la que se marchará, y cuyos últimos días aun apuran a regañadientes, la primavera que se niega al olvido, la que floreció sin apenas los piropos enamorados, vive sus últimos días, y nosotros, que vivimos el invierno, despertamos ya en un verano que se niega a dejar hueco al florecer.

Quizás las nubes, esas nubes caprichosas, lloren por su propia primavera, y El Puerto, mirando hacia las playas, se olvidará de patios y balcones, de la cera en las aceras, del albero y de las cruces. Apenas quedan días, y, aún así, ahí está, floreciendo olvidada, pues sin querer, este año, como todos, la primavera ha estado confinada.