Que la política es un arte nadie lo duda, y lo es porque sitúa y traslada responsabilidades, culpabilidades, y logros allá donde más convenga. Para ello juegan no solo con las palabras, sino con las personas.

Cada cual, en función de sus tendencias se mueve, como en una marea, en las corrientes que los distintos jugadores de este peligroso juego actúan. En casi todos los casos, hay solo una realidad, la cual, en todo caso es siempre vista desde distintos puntos.

En la actual situación, la realidad es que durante el estado de alarma se han dictado normas que nada tenían que ver con el estado de alarma. Se han suspendido derechos que no eran necesarios ser suspendidos. Pero sobre todo en lugar de coordinarse, comunicar o consensuar posturas, se dedica a legislar con locura, a dar indultos y excarcelar, entre otras muchas cosas, y todo envuelto en una oscura opacidad que se ampara en la alarma, un amparo para no dar explicaciones.

Todo ello, nos conduce a que, a estas alturas, la alarma ha pasado, es una realidad que no hay estado de alarma. Es tiempo de gobernar, se ha controlado la pandemia, se han puesto medidas para garantizar la asistencia sanitaria en caso de nuevos casos.

Evidentemente no hay alarma, hay un problema, y es tiempo de tomar medidas no excepcionales, sino las propias para garantizarnos nuestra seguridad.

Si el gobierno es incapaz de garantizarnos nuestra seguridad sin restringir nuestros derechos, deberíamos preocuparnos. Si, además, nos culpa de insolidarios y temerarios por volver a nuestra vida, deberíamos plantearnos que es lo que realmente quieren. Y si, desproporcionadamente, acusa a la oposición, que se sienta allí porque parte de los españoles así lo decidieron, de poner en peligro a la población si no asume sus premisas de continuar alarmando...

Deberemos pensar que realmente quizás ya lo que se pretende es acabar con la democracia.