Mi reloj biológico me despertó sin que yo le pidiera hacerlo, las ansias de respirar algo más que el olor a lejía y supermercado, me inspiraron. [Lee aquí los capítulos anteriores]

No eran si las seis, el Sol aún no había ocupado la calle, y, aun así, me encontraba vestido de una extraña manera. Nunca fui de deportes, y por tanto carecía de ropa adecuada, un pantalón de campo con refuerzos, mis botas de senderismo y una sudadera me sirvieron.

Al mirarme al espejo y ver cómo me quedaba el sombrero, decidí desecharlo. Los minutos pasaban como si pesaran una eternidad. Pero me parecía mejor esperar al menos a que hubiera Sol.

Poco a poco fue llegando la hora adecuada, las ocho y cuarto de la mañana fue el momento. Pisé la calle como si nunca la hubiera conocido, lo cual no era verdad, ya que, con el mercado al lado, casi todos los días compraba el pan, fruta y carne o pescado. Pero la sensación era distinta, el Sol me parecía más brillante, las calles más claras. Era como si la ciudad fuese más espaciosa.

Me encaminé buscando el río, por el camino, mucha gente, tan deportista como yo, buscaban esa ansiada fuente de vida. Los saludos eran tímidos, pero conforme avanzaba, a la vez que el Sol comenzaba a ascender, las sonrisas eran más francas, los saludos más cariñosos, y un ambiente que se debatía entre el miedo y la esperanza inundaba todo.

Los intentos por mantener la distancia eran inútiles, pero eso ya lo experimentaba en el mercado cada vez que acudía a él. Y por fin llegué, cruzando por una no tan desértica plaza de La Herrería, llegué al parque, el aroma del río me pareció fantástico, giré a la derecha y fui buscando la Plaza de Las Galeras, en cuyas inmediaciones, por fin, pude apoyar mis brazos en la barandilla.

Mis ansias por salir me habían convertido en deportista, no de élite, y conforme andaba mi cuerpo me pedía más. Necesitaba andar cada vez más rápido, me arrepentí de no tener ropa adecuada, ni calzado acorde, pero aquel caminar rápido, cada vez más rápido, aspirando los aromas del mar me devolvió una alegría e ilusión que siempre recordaré.

Curiosamente, este confinamiento me había llevado a un camino que no conocía, el de algo parecido al deporte, me desprendí de la barandilla, fijé mis ojos en el largo camino hacia la Playa, y apretando con cada zancada el paso, descubrí la alegría que se siente al liberar el cuerpo, a las ganas de correr arropado por el mar. Había encontrado un nuevo amigo, con el que ahora, estaba convencido, no podría pasar.