Tras la Navidad, intensa y hermosa, y los divertidos carnavales, estaba deseando vivir mi primera Semana Santa como portuense. Ya la conocía, pero esperaba vivirla intensamente desde dentro. [Lee aquí los capítulos anteriores]

El destino no ha querido, quizás porque ese mismo destino quiere que permanezca más tiempo en estas tierras. Sin embargo y a pesar de este particular Domingo de Ramos, confinado y eternamente pegado a mi balcón, tomo la tablet y entro en mi internet.

La tecnología nos hace más llevadero el encierro, y tras varios meses y aprovechando el aburrimiento, mi red de contactos es bastante aceptable. Ese acercamiento me permite entender la pasión que suscita la Semana Santa. Las redes se inundan de vídeos, de frases sobre las fechas, y todos y cada uno de los cofrades viven de forma especial esta particular Semana.

Desde mi entender, esta semana era de recogimiento, de oración, pero curiosamente, y por lo que voy conociendo, en estas tierras hasta de la oración, el recogimiento y el dolor se hace algo hermoso y agradable.

Mi primera Semana Santa se ha postergado, y aun así, cuanto más veo más siento. El redoblar de los tambores me llena por dentro, sintiendo una presión en el estomago que emociona, las cornetas llenan mi cabeza de una concentración que solo deja espacio para la imagen que se aleja.

La música, la música me envuelve trasportándome junto con la imagen de la Virgen a la vía dolorosa llenándome de sentimientos. Pero todo ello, que al ver los vídeos me emociona y envuelve, no tienen   comparación con algo que mi amigo  (¿cómo llevará el encierro?) me dijo que requiere especial atención… el racheó, el dulce mecido de los faldones mientras las zapatillas de los costaleros van doblando una esquina. Y era cierto, era algo especial, sobre todo para una persona que entendía, y hablo en pasado, la Semana Santa como recogimiento y dolor.

De todo lo que voy viendo, me quedo con el silencio respetuoso roto solo por los pies rozando el cielo, y digo bien, porque he comprendido que durante estos días, las calles de las ciudades se convierten en un peculiar cielo por el que nuevamente Dios se hace cofrade.