Cada verano, con la llegada del calor y los visitantes, resurgen los mismos reproches: que si el ruido, que si las calles llenas, que si el centro ya no es lo que era. Críticas legítimas, en muchos casos comprensibles.
Pero al abrigo de esas quejas necesarias, se abre otra vez la caja de Pandora: un relato donde ya no se buscan soluciones reales, sino culpables cómodos. Un discurso del odio que no cuestiona tanto la supuesta dejadez institucional, sino la presencia del “otro” —ese visitante que no encaja en la postal de ciudad ideal que algunos llevan años construyendo en su cabeza—.
No hay que olvidar que a quienes hacen botellón se les ha llamado chusma. Pero no todos son turistas. Muchos son jóvenes portuenses —de todos los niveles socioeconómicos— que van al Puro Latino, disfrutan en los chiringuitos de Puerto Sherry y beben cada noche en las mismas plazas que esos turistas, mientras sus propios padres critican en redes sociales el llamado “turismo de borrachera” con un dedo y lo toleran con el otro.
Lo que molesta no es tanto el incumplimiento de las normas, siendo este un fenómeno global que afecta a muchos municipios, sino la forma de estar en el espacio público. Molesta el que viene en grupo, el que habla alto, el que no disimula que su ocio es barato. El pecado no es lo que hace, sino lo que representa: un modelo de turismo y disfrute más joven, más visible, más popular. También local. Y a ese se le pone nombre: chusma.
Ese es el punto ciego de muchos de estos supuestos alegatos en defensa de la ciudad. No molesta la juventud ni el turismo asequible. Molesta lo que despiertan en quien idealiza calles silenciosas y visitantes discretos, siempre con cartera abultada y voz baja.
Se construye así una frontera simbólica, donde el espacio público ya no es de todos, sino solo de quienes cumplen cierto perfil social y estético. Una estética del orden, que empieza señalando al que incomoda, continúa dejándose un buen bigote, sigue planchando camisas pardas y acaba abrazando lo autoritario.

Años después, el joven rebelde acabaría liderando la cruzada contra el botellón que él mismo practicaba en su juventud. / ChatGPT
Llamar chusma y deshumanizar a quien llega con mochila o se aloja en un piso turístico no es proteger la convivencia. Es clasismo, sin rodeos. Es despreciar desde una supuesta superioridad moral al que viene a disfrutar, pero no desde un restaurante con mantel blanco. Es usar el malestar vecinal como excusa populista para proyectar un miedo más profundo: el miedo al desorden que representa quien no se parece a ti.
Lo más inquietante, sin embargo, no es que ese discurso remita a viejas obsesiones autoritarias —de otro siglo y otro país, donde la “chusma” era el enemigo interno y la esvástica el símbolo del orden—. Lo verdaderamente perturbador es que lo aplaudan sin rubor quienes se proclaman socialistas, así como ciertos cargos públicos de la izquierda local, dispuestos a traicionar sus propios principios con tal de arañar rédito en la oposición, incluso a costa de abrazarse a la derecha más extrema. Un romance mutuo, por cierto, tan cínico como recurrente en El Puerto durante el actual mandato.
Pocos ejercicios de hipocresía más evidentes que denunciar el clasismo cuando viene de arriba, pero replicarlo cuando molesta al lado de casa. Disfrazarlo de sentido común no lo hace menos elitista. Lo convierte, simplemente, en más cínico.

No es basura: es orden social. Y si no lo entiendes, quizá no lleves el bigote adecuado. / Toscano 45 & ChatGPT
Y además de peligroso, ese relato es inútil. No resuelve nada. No mejora la convivencia ni impulsa soluciones reales, solo busca fomentar la crispación a través del discurso del odio. Solo refuerza una visión excluyente, en la que cuidar la ciudad equivale a decidir quién puede estar en ella y bajo qué condiciones. Eso no es civismo: es segregación urbana con aires de pureza social, envuelta en celofán político, en nombre del orden y la limpieza, con nostalgia de brazalete.
Sí, El Puerto necesita límites. Reglas. Control del ocio nocturno. Regulación de los alquileres turísticos. Pero lo que no necesita es más etiquetas ni trincheras sociales. Si el problema es el incivismo, que se sancione. Si el problema es que alguien no viste ni opina como tú, entonces el problema eres tú.

Maridaje perfecto: un buen reserva de hipocresía con final seco, pistola en boca. / ChatGPT
Culpar al visitante siempre es lo fácil. Lo difícil es aportar soluciones realistas y señalar a quien permite que esto ocurra: administraciones ausentes, normativas laxas, intereses privados que operan sin el contrapeso justo.
El cansancio vecinal en cierto sector portuense es real, sí. Pero generalizarlo y usarlo como excusa para legitimar discursos clasistas solo agrava la fractura y desplaza la mirada de donde debería estar: en la gestión, no en la mochila del visitante.
La ciudad no se defiende desde el desprecio. Se defiende desde la convivencia, la ley y la planificación. Pero claro: para eso hace falta gobernar, no dar sermones de superioridad moral escondido tras un teclado. Pensar, no señalar. Y sobre todo, hay que dejar de escribir con el dedo acusador del que se cree por encima, cuando en realidad solo está más cerca del brazo en alto.