En una ciudad sumida en el caos, donde los valores tradicionales se han perdido; en una ciudad donde los prohombres locales tratan de velar por la seguridad de sus hijas, colapsada por hordas de turistas borrachos que vomitan en aceras y fuentes, nos queda el refugio del recuerdo. El recuerdo de aquella bella ciudad, en cuyo Paseo de la Victoria una fuente con rocalla era refugio y remanso de paz para los patitos.
Esos patitos fueron felices, vivieron cómodamente, sin ser molestados, mientras las fuerzas del orden —esos guardas de parque, con banda y escopeta— paseaban protegiendo la moral, las buenas costumbres… y a los patitos.
En aquellos tiempos, no tan lejanos, llegó el momento de confiar en una sociedad sana. El turismo aún era familiar, cercano, de gente que marchaba y regresaba para los veranos. No había despedidas de solteros, ni Puro Latino, ni Cabaret, y, por supuesto, no gobernaba el PP, un partido incalificable, amigo del desenfreno, la lujuria, el pillaje y el sabotaje.
Sin embargo, aquella idílica, ejemplar, sometida y didáctica sociedad vio desaparecer a los guardas, y los patitos… los patitos se quedaron solos, felices y confiados. Pero entonces llegó el tomate.
Los mismos que hoy tienen alrededor de cincuenta años (y más), que ahora se comportan como frailes sin convento, personajes de moral intachable —al parecer de misa diaria, aunque no sabemos dónde ni de qué confesión—, que se escandalizan cuando ven a un grupo de borrachos, que tapan los ojos a sus nietos si ven una despedida de solteras desenfrenada, esos mismos que lamentan la barbarie en que se ha convertido la ciudad... comenzaron la diversión.
Algunos más, otros menos, encontraban lúdica distracción lanzando piedras a los patitos, se bebían los botellines de Cruzcampo de dos en dos, apuraban las botellas de Vodka Haupold a morro, fumaban a escondidas y, por supuesto, intentaban pillar cacho allí donde hubiera oportunidad.
Eran tiempos en los que salir de tu ciudad para montar una fiesta era impensable. Y las hacíamos, y digo hacíamos, aquí. La Plaza de Toros, la Ribera, el parque, y cualquier rincón de la ciudad se convirtieron en botellódromos, y con menos medios, la peste a meado y vómito solía durar hasta el lunes o el martes.
Y no, no eran gente de fuera. Éramos nosotros. Los que circulábamos en vespinos sin casco, hasta con tres montados. Los que meábamos en la primera casapuerta ajena que encontrásemos abierta. Los que nos quedábamos hasta las cuatro, cinco o seis de la mañana debajo de zonas donde vivían familias que tenían que trabajar, con niños pequeños, con el capó levantado escuchando a Siniestro Total a todo volumen. Éramos los que amanecíamos en la Calita, resucitando de la borrachera mientras las familias entraban en la playa un domingo por la mañana.
Y entonces… ni existía el PP, ni había la movilidad que hoy existe. Y por supuesto, no había Facebook. Porque si en aquellos tiempos hubiera existido… ni me imagino.
Pobres patitos, que no tenían culpa de nada. Pero la mayoría de los que peinamos canas nunca fuimos santos. Ni lo pretendíamos.