Nueve años hundido en el fondo del olvido, un olvido que no alcanzaba a los portuenses, un olvido fingido, pues nadie, ni administraciones ni ciudadanos lo olvidaron nunca. Sin embargo, burocracia, negocio y especulación hacían de ese símbolo un proyecto inviable.
Todos, unos por amor, otros por sacar rédito, tenían intereses contrapuestos, y al final, como ocurre con todo, la casa por barrer. El tiempo, que no pasa en vano, ha dejado unas cuadernas pudriéndose al sol, azotadas por humedad y vientos, ni rastro queda de lo que fue. Queda el espíritu, maderas viejas y una simbología que nunca se perdió, y ahora, quedan ganas, ilusión, espíritu y necesidad de devolverle su antiguo esplendor.
Como es natural, no siendo rentable que surque las aguas, y siendo más barato hacerlo nuevo que hacerlo navegar, se llega a una solución intermedia. El viejo vapor, las viejas cuadernas, todo se lleva al plano de los museos. Rehabilitarlo, es imposible, restaurarlo para otro fin, bastante viable, y finalmente, después de nueve años, se atisba el final de aquel final trágico.
Nunca volveré a cruzar la bahía sentado en su proa, no volveré a marearme los días de poniente, no volveré a oler aquella sentina cargada de mar y gasoil. No soñaré mas con las vistas del puente iluminado visto desde su cubierta. Y, aun así, pisar su madera remozada, disfrutar de su contenido, y soñar con su bahía, será una realidad que al menos compensará su falta.
Nueve años, mucho tiempo, muchos vientos, mucha humedad, y, aun así, cuanta fuerza entre aquellas maderas, maderas producidas por fuera, pero tan cargadas de simbolismo que El Vapor del Puerto, sigue igual de lozano cuando lo observamos con ojos porteños. Nada ha podido con su espíritu, y aunque sus maderas huelan a nuevo, aunque su sirena ya no huela a viajes, siempre será nuestro Vapor.