Siempre escuché hablar de aquella ciudad, vinculada a un pasado esplendoroso allá por el tiempo de la edad de Oro, me intrigó su cultura, sus costumbres, su entorno, sus riquezas, su clima, su bendito clima… y sus playas.
La prejubilación y mis ahorros, mi ausencia de entorno, y ese afán por no estarme quieto, me llevó a tomar quizás la más fácil de las decisiones de mi vida.
El idioma no sería un problema, el acento si, y el vivir, el vivir sería un día a día que se resolvería por sí solo. En menos de dos semanas me deshice todo el lastre de mi vida, me despedí de quien se lo merecía, escudriñe en internet y decidí tomar un largo tren que me haría llegar hasta la ciudad que consideraba mi particular paraíso, un lugar donde reposar y cambiar de un aire que me asfixiaba.
Nada podía salir mal, porque cuando se empieza de nuevo, todo lo que ha de venir no es comparable con nada, lo demás es quizás nostalgia o recuerdos que ya no merecen la pena. De todos modos, alguien me dio un consejo sobre el mejor equipaje, el plástico, una buena tarjeta de crédito era lo único que se necesitaba para viajar, solucionaba alojamiento, vestido y alimento, el resto, iría encajando.
Quizás fue esa la razón de que mi nueva vida se encerraba en una sola bolsa de viaje, enorme, demasiado enorme cuando pise por primera vez el andén de aquella estación. Me alegré de que el andén estuviera situado junto a la puerta de salida, si me hubiera dejado en la otra zona estaría como aquella pobre chica que bajaba y subía a mano su maleta porque ni el ascensor ni las escaleras mecánicas funcionaban.
Observé la estación con detenimiento, nada parecida a aquella que recordaba cuando pise El Puerto por primera vez. Era normal, los tiempos cambian, sobre todo si hacía más de cuarenta años que la veía, aunque a decir verdad solo la vi cuando paso el tren, lo mismo no era aquella. Aun así, que pena.
En mis años de viaje había conocido infinidad de estaciones, coquetas y acogedoras, como la que yo recordaba, y no podía imaginar que la estación de mi sueño hubiera cambiado tanto. El andén era frío, demasiado frío, pero es lo que había. Crucé las puertas de cristales y salí de la estación. Solo recordaba la estación, una estación que solo vi hacia años y de pasada.
Noviembre acababa de empezar, y con mi chaqueta doblada en el brazo notaba un calor casi primaveral. Con la mirada busque los taxis. Y gracias a lo mal que olía, me percate de que un indigente de forma disimulada se acercaba de forma sospechosa a mi maleta, sería un mozo para ayudarme… pero cual no fue mi sorpresa cuando lo vi intentar salir corriendo con ella. Gracias a Dios, el peso de la misma le hizo desistir, lo cual provocó su ira y me mandó literalmente al carajo, lo cual no le impidió después de intentar robarme pedirme algo. Lo más curioso es que debía ser algo normal, porque la gente pasaba por nuestro lado como si lo más normal del mundo fuera que un indigente exigiera su canon correspondiente. Respire hondo y tome una decisión. Había llegado a El Puerto.