Siempre nos sorprende la vida. Por mucho que intentemos aferrarnos a la experiencia, la vida siempre nos supera, nos pone a prueba y nos recuerda que no tenemos ni idea de dónde estamos ni de hacia dónde vamos.
Hace años comprendí por qué existen imágenes de María con siete puñales en el corazón… aunque uno solo basta para desgarrarlo. Pensé haberlo sufrido todo: amigo, compañero, confidente, mi hermano rociero que, pisando las arenas cuando Ella quería, me daba la mano para sacarme de abajo.
Como es natural, la vida siguió. Y seguimos repitiendo aquello de: “Señor de infinita bondad, que tan jodidos nos tienes… será porque conviene. Hágase tu voluntad”.
La vida siguió y me aferré a la barandilla del puente, clavé la mirada en el horizonte y, con firmeza, enfrenté la tormenta que se avecinaba, seguro de que ninguna sería tan intensa como la que había vivido. Qué equivocado estaba.
De nada sirvió que, poco a poco, durante años, su forma de vida la fuera alejando de lo que pudo compartir con nosotros.
De nada sirvió que durante años hiciera la visita del médico.
Aún menos que la vida me devolviera, sin yo quererlo, al lugar donde ella quería.
De nada sirvieron mis protestas, mis enfados, mis silenciosos “te quiero” que se quedaban atascados en el corazón, junto a sus abrazos y a su traje verde cacería en aquellos paseos junto a la fuente de los patitos.
De nada sirvieron sus reproches cuando me marchaba con mi abuela —su madre— a ver a nuestra gente de Cádiz, y mucho menos su cara de satisfacción cuando nos miraba. Yo, de reojo, hacía como si no me diera cuenta de nada.
De nada ha servido nada.
Ni que en mí viera al padre que perdió tan joven.
De nada sirvió.
Me aferré a la barandilla del puente dejando que la lluvia me azotara la cara… sin darme cuenta de que no llovía. Ni una gota.
El silencioso dolor comenzó a salir, y la madre de todas las tormentas me arrastró sin que yo lo advirtiera, llevándome al fondo de unos sentimientos que creía perdidos. Si por uno lloré y sentí… por la que me dio la vida ya no sé ni hasta dónde llegaré.
Ahora ya no me aferro a aquella barandilla.
Ahora me amarran al timón.
En una nave sin rumbo, me abrazan la cintura y una de las manos dos sogas tan deshilachadas como yo, que me atan al timón mientras el amanecer me llena la frente de rocío.
Otra soga me aprieta el pecho con fuerza. Apenas llega a la mano, pero me da un calor propio del León de Judá. Como el rey David, me hace sentir seguro.
No pasa nada.
La tormenta arreciará, pero no nos hundiremos.
He aprendido que apenas sabemos nada de la vida; que no existe un “mayor” dolor, solo dolor; y que nunca sabemos cuán grande será el siguiente.
Hoy he aprendido que jamás hay que aferrarse a la barandilla del puente sin seguridad.
Jamás volveré a navegar solo.
Siempre lo haré con mis dos sogas, a las que llamaré Rocío y David.
Y viendo todo lo que aún nos queda por vivir, conmigo estará siempre la más importante: la que aferra mis pies a la cubierta, la que me ancló al pie del timón, quizá la que me salvó la vida; la que me hizo aguantar en pie para ver cómo el sol —como una estrella— alumbraba ya la costa, igual que aquella Estrella que iluminó el camino a Belén.
Mis tres sogas, que como tres clavos me sostienen en esta amorosa cruz que día a día vivimos:
Mi Rocío, mi David y mi Belén.











