Casi sin darnos cuenta, el otoño ha llenado el espacio que dejó el verano. Si fuera por el tiempo, el calor todavía nos aleja de las rebecas y chaquetas; y, aun así, el otoño ya está entre nosotros. Antes de que nos demos cuenta, deberemos ir soltando chanclas y bañadores y tomando prendas más abrigadas.

También nos traerá, como ya estamos acostumbrados, las típicas fiestas otoñales, el consabido Halloween y toda su parafernalia. Para el gozo de algunos y el enconado debate de otros, nadie volverá a quedar indiferente ante esta celebración que, si bien nunca fue tradicional, ya se espera con ansia e ilusión.

Al menos, el otoño —esa temporada tan apática y sombría, de tonos marrones y con sabor a recuerdos— se vuelve algo más divertida, sobre todo para los niños, que cobran protagonismo.



Sin embargo, el otoño es algo más: paseos por la playa a solas, sin bullicio, con ese agradable frescor que no hace temblar de frío; tardes más cortas que las de verano, pero más largas que las de invierno; una época que, poco a poco, nos acerca a la oscuridad temprana de los atardeceres.

Entramos en ese periodo que, siendo mustio y apagado, tiene su belleza en los tonos ocres y dorados. Llegamos a una estación extraña: el verano nos deja sol, mar y vacaciones; el invierno, Navidad y reencuentros; la primavera, colores, alegría y fiestas. El otoño, en cambio, parece no conducirnos a nada y nos sume en un letargo silencioso al que queremos encontrar sentido.

Quizá lo mejor sea disfrutar de lo que nos ofrece: descansar del calor sin tener que abrigarnos demasiado; recordar a quienes no están, pero sin la nostalgia intensa de la Navidad, más bien con resignación tranquila; prepararnos y esperar.

Y ahora, desde hace unos años, hasta se suma un carnaval de otoño que, aunque ajeno a la tradición, al menos anima estos meses mustios.

Bienvenido, otoño. Que nos sea leve.