Ni uno por cada mil. Ese fue el balance final —y generoso— de la concentración celebrada este lunes en el templete del paseo de La Puntilla, promovida por la autodenominada Plataforma El Puerto para Vivir, un colectivo vinculado a la extrema izquierda local, donde es habitual ver entremezcladas banderas pro Palestina, estandartes ideológicos y consignas ajenas al objeto real de la protesta.

Tras semanas incendiando las redes sociales, despotricando contra los festivales, cargando contra los chiringuitos de Puerto Sherry, acusando al Ayuntamiento de complicidad y —lo más sorprendente— aplaudiendo sin matices un discurso de odio de la extrema derecha que califica de “chusma” a la juventud portuense, uno esperaba, como mínimo, una movilización de verdad. Pues no. Fueron 150 personas según el dato oficial aportado por la Policía Nacional. Y eso incluyendo a niños, concejales, exconcejales, activistas de plantilla y algún que otro despistado que pasaba por allí.

Pasadas las 20.30 horas, la concentración nació muerta.

El cartel de la convocatoria ya era una declaración de principios: “Basta ya de ruido, turismo de borrachera y basura en el pinar”. Lo de siempre, pero con tipografía de emergencia. Añadamos los clásicos: “chiringuitos convertidos en discotecas”, “licencias irregulares”, “el Puerto se vende”. Mucho lema reciclado y ninguna propuesta concreta ni denuncia en los juzgados. Pero eso sí, con mucha solemnidad y elitismo moral.

Entre los asistentes, ilustres de la izquierda radical portuense, ninguna sorpresa. José Luis Bueno (IU), Javier Botella (Unión Portuense) y un puñado de caras conocidas del ecosistema político habitual de estas fallidas convocatorias. Militantes de siempre, jubilados cabreados, exediles y asesores reciclados, el núcleo duro de la indignación permanente. Pero vecinos espontáneos, juventud, diversidad real… eso no. Ni rastro. El Puerto de verdad, el de fuera de la burbuja, tenía mejores planes.

Lo más llamativo —y lo más hipócrita— es que muchos de los que allí se dieron cita fueron los mismos que 24 horas antes celebraban en redes un editorial en el que se llamaba abiertamente “chusma” a los jóvenes que hacen botellón. Aplaudieron, compartieron y defendieron ese insulto con entusiasmo. Son los que después hablan de convivencia, inclusión y respeto. Siempre y cuando no se les cruce por la calle alguien con gorra, mochila o ganas de vivir de forma distinta a la suya.

Lo de este lunes fue, en realidad, una ceremonia de autoafirmación. Una misa laica de los conversos del elitismo. Se citaron entre ellos, se dijeron lo que ya sabían, se reafirmaron en su papel de víctimas del modelo turístico, posaron para la foto y se marcharon sin más. No hubo propuestas, solo el silencio incómodo de quien esperaba una ovación y se topó con grillos. No hubo alternativas. Solo pancartas, postureo y desprecio moral hacia todo lo que no encaja en su idea de ciudad-museo.

Un centenar, siendo generosos.

Y luego se preguntan por qué el PP ha ganado dos veces seguidas las elecciones municipales con Germán Beardo, la última con mayoría absoluta. La respuesta está en esa imagen: un centenar  de personas tras semanas de ruido ensordecedor. Porque esta élite indignada tiene mucho eco en redes, pero nulo arraigo fuera de su círculo. Porque confunden retuits con votos, y “me gusta” con legitimidad social. Porque, sencillamente, no representan a nadie más que a sí mismos.

El Puerto —el que madruga y trasnocha, el que trabaja, celebra y también protesta cuando hace falta— no estuvo allí. No se sintió llamado por pancartas apocalípticas ni por sermones que lo acusan de arruinar la ciudad por vivirla. Mucho menos por quienes, desde su pedestal moral, llevan días llamándolo “chusma” a plena luz del día.

El Puerto real no cabía en esa foto. Porque esa foto no era una protesta: era un espejo. Y el reflejo, por mucho que les pese, fue el del aislamiento. Un círculo cerrado, sin ciudad alrededor. Solo eco.