En estos tiempos en que todo vale, la crítica fácil se ha convertido en el deporte nacional. Por mi parte, no soy partidario de cambios drásticos: me gusta que cada cosa esté en su lugar y en su momento. Aun así, sabiendo que no vivo en una isla desierta, procuro no cuestionar ni dar lecciones de civismo y moralidad.

Esto nos lleva a preguntarnos: ante un evento determinado, ¿qué prima más, su esencia o el evento en sí? Todo tiene su significado. El 25 de diciembre es la Natividad, y da igual si llueve o ventea. Lo mismo ocurre con el 31 de diciembre, el último día del año, o con el 30 de agosto, día de mi nacimiento, sin que importe si me rompo una pierna.

Otra cosa es la celebración. Nunca es mal momento para celebrar: nadie haría una compra para una fiesta y, si se suspendiera por cualquier motivo, tiraría lo invertido sin buscar otra fecha. No tiene sentido la molestia ni la crítica, porque, como bien sabemos, nunca llueve a gusto de todos.

Por otro lado, hay cuestiones que escapan a nuestro control. Sé que muchos cofrades, si de ellos dependiera, ante un diluvio saldrían la semana siguiente, pues dirían que lo importante es hacer su estación de penitencia. El problema no lo tendrían tanto con el Ayuntamiento como con el Obispado, que se negaría en redondo, alegando cuestiones de fe y sacrificio.

Para mí, las fechas seguirán siendo respetadas, pero es mi visión personal. Jamás trataré de imponer mi criterio a nadie: cada cual que celebre lo que quiera cuando quiera. No tiene sentido llevarse las manos a la cabeza ni anunciar el fin del mundo por ello.

El miércoles pasado fue Miércoles de Ceniza, y desde hace tiempo los carnavales pisan la Cuaresma con pezuñas de elefante. Pero rasgarse las vestiduras por ello no lleva a nada. Quien realmente siente el significado de la Cuaresma vivirá este tiempo según sus propias normas.

Quizás el problema no sean los cambios, los modos o las formas, ni siquiera el cuestionarlo todo. El verdadero problema de esta sociedad es la intolerancia, una intolerancia irracional que se confunde con la manida libertad de expresión. Una libertad que, a menudo, parece necesitar pisar la ajena para justificar un supuesto derecho a decir y hacer lo que queramos, olvidando que ante la libertad propia, está la ajena.

No es tan difícil, pero parece que lo olvidamos.