La pérdida de algunas personas es simbólica, deja lecciones, entristece, alegra, provoca pena, nostalgia… pero jamás deja a nadie indiferente. La de Hernán, el alcalde eterno—porque se ganó el título a pulso, aunque no ejerciera—, me marcó por varias razones.
La amistad, ajena a la política, que tuvo con mi padre fue leal y sincera, aunque a veces distante. Se conocieron en la adolescencia y, aunque la vida los llevó por caminos distintos, cuando se reencontraban, era como si la última cerveza la hubieran compartido solo unas horas antes.
Desde una distancia cercana, siempre me pareció un hombre peculiar. Conocí sus años como un ciudadano ignorado, sus desplantes al partido, no por rebeldía, sino por defender lo que consideraba honrado… e ilegal. Pero bueno, dar luz o agua jamás me pareció un crimen, aunque para algunos fuera el peor de todos. Habría que preguntar a los beneficiarios, aquellos que no tenían casa en El Buzo, ni acciones en El Corte Inglés.
Viví su ascenso, así como el guantazo sin mano que dio a los cientos de ilustrados que vaticinaron su hundimiento antes incluso de zarpar. Y sí, también viví y disfruté de sus años dorados, donde, al más puro estilo Trump, derrochaba sinceridad ante las situaciones. Eso sí, la realidad y la legalidad manipulada son malos compañeros de viaje.
Y entonces llegó el día. El día en que se convirtió en Hernán de los desagradecidos. Suprimo el San que algunos esperan porque nunca fue un santo, ni lo pretendió. Como le decían hasta sus propios discípulos: las cosas hay que hacerlas según marcan los cánones. Pero ¿según quién?
Curiosamente, la lotería del poder no lo llevó a vivir en urbanizaciones de lujo, ni a conducir coches impensables. Tampoco lo convirtió en el Willy Fog de la Bahía. Quizás el dinero se perdió en su caja C, esa donde metía la mano para ayudar a la gente del Puerto.
Curiosamente, nombró a dedo no al que le puso la zancadilla, sino a otro que consideró mejor. Muy curiosamente, fue denunciado, vilipendiado, enjuiciado y lapidado, pero jamás condenado por nada más que por formalismos que lo apartaron de algo que para él era más una forma de vida que un negocio.
Entonces volvió a tomar cervezas con sus viejos amigos, cada vez menos, porque se iban marchando. Desaparecieron los aduladores, los gorrones, los trepadores que ascendieron a la sombra de su reinado. Pero él no cambió… salvo por esas chaquetas de cuello Mao que, lo confieso, nunca me gustaron.
Ahora se ha ido a un lugar, espero que mejor, y nos deja una gran enseñanza: siempre será Hernán de los desagradecidos. Durante unas semanas lo adularán—queda feo no hacerlo cuando alguien se va—, pero en vida muchos lo dejaron de lado cuando ya no podía hacer nada por ellos.
Allá donde estés, no cambies, Hernán. Alcalde.