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Desde los ochenta, en la época Reagan y sus políticas beligerantes, crecieron en Hollywood héroes de fuerza y violencia. Era un cine con escenas de ultra-violencia, donde el protagonista se exponía a pruebas increíbles, esquivando balaceras, y sobreviviendo a explosiones y caídas de cientos de metros de altura.

En las historias solían resultar asesinados las parejas, hijos o amistades íntimas del protagonista, lo que incitaba a ejercer de furiosos justicieros; y al final de tanta pólvora y golpes, el vengador apenas salía con un rasguño.

Recuerdo a aquellos héroes musculosos interpretados por Silvester Stallone, Chuck Norris, Arnold Swarzeneger, Jean-Claude Van Damme, Steven Segal y algo más tardío, Bruce Willis; Clint Eastwood, Liam Neeson o Denzel Washington; y cómo no, el fuerte Bronson y su capacidad de “mata-mafiosos” plan Ley del Talión, plan justicia personal del ojo por ojo y diente por diente.

Me referiré a propósito a un estreno interesante: Noche de paz (2023), de J. Woo; y un clásico, Yo soy la Justicia II (1987), de J. Lee Thompson.

NOCHE DE PAZ (2023). Un padre de nombre Brian (Kinnaman) sufre la muerte de su hijo tras haber quedado atrapados por pura mala suerte en un fuego cruzado entre bandas. Película de acción, apenas su inicio cuando un hombre que ve morir a su hijo por una bala perdida, justo en Navidad. El personaje también resulta herido de un disparo en el cuello y pierde el habla.

El director John Woo y el guion de R. A. Lynn ponen inicialmente su centro en la recuperación del personaje, padre herido de gravedad, el hijo muerto, él finalmente recuperado. La cosa es que, tras un año de melancolía extrema y lanzado a la bebida, por fin encuentra una solución a su mal estado anímico en la decisión de encontrar y acabar a los asesinos.

Brian quiere venganza, lo cual consigue por poco en la escena inicial. Pero el villano, matón tatuado de nombre Playa (Torres), le dispara a la garganta destruyendo sus cuerdas vocales.

Transcurren meses para que Brian se reponga del todo, pero ya no podrá hablar ni gritar. Brian hace de su ira algo interior, no puede expresarla. El actor sueco Kinnaman es idóneo para este padre desolado que planea su represalia para la siguiente Navidad.

Sin diálogos, sin más excusa que el furioso ajuste de cuentas, sin otra pretensión que llevarnos hasta una culminación en el que nuestro héroe pueda enfrentarse con el responsable principal de su desgracia.

En tanto, la magnífica dirección de Woo juega con sus temas habituales, mientras convierte al personaje interpretado por Joel Kinnaman en un decidido vengador, aunque principiante, un héroe dramático, como los de la mitología griega.

Brilla esta obra en su ejecución, con una acción física que ruge en un prólogo con diez minutos iniciales espeluznantes y de buen cine. Posteriormente volverá a romper de nuevo, hacia un clímax excitante y bien planificado.

El mayor desafío del director Woo es contar la película casi sin diálogos, apoyado en la fuerza visual de las imágenes, movimientos inverosímiles y un endiablado poder cinético. Especie de cine mudo, y la apuesta por un thriller donde no se palabra, pero que va sobrado de estilo.

Las balas silban y Woo pasándolo bien detrás de la cámara, empleando su saber y su oficio (es Woo quien acierta a realizar muchos de los trucos de cámara que se muestran). Colabora a ello la vibrante partitura de Marco Beltrami y una artística fotografía de Sharone Meir.

“Aspectos de interés”

Pero yendo, como decía un poco más allá de los disparos y golpes, a mí me han llamado la atención tres aspectos principales en el desarrollo de la película.

1. Silencio, no parlamento. Se trata de una cinta silente, ni media palabra. Nuestro protagonista ha sido roto por un disparo en la garganta, también por el dolor, y ha quedado sin voz; está la herida profunda que afecta a sus cuerdas vocales, pero también la herida emocional que afecta al ánimo. Brian con dolor y sin voz, sin voz también porque su corazón está destrozado.

Incluso podemos pensar que a Brian se le apagó la primera fuente de comunicación humana: el lenguaje hablado, el poder relatar, intercambiar impresiones, informar al otro. Hablar, aquello por lo que vivimos y de lo que todos podemos disfrutar. Eso se le acabó a nuestro protagonista.

Esto es algo insólito en cine de acción y drama, un mérito para el guion de Robert Archer Lynn, que lleva adelante el relato sin diálogos, si bien lleno el metraje de gestos y símbolos. Es, además, un silencio metafórico, un silencio que habla del duelo de Brian. Esta reducción de los diálogos obliga a Woo a usar la cámara, la edición y el diseño de sonido, que suplen los intercambios verbales.

2. El hombre maternal. Me ha llamado la atención también que es el padre, y no la madre, quien más siente y padece y se atormenta por la pérdida del hijo; la esposa sufre, pero ella puede reintegrarse antes a su trabajo y a la vida cotidiana. Para ella, en un sentido freudiano, lo más importante desde el inicio de la tragedia es que su marido-hombre viva.

Una vez a salvo y en casa Brian, parecía que cierta felicidad conyugal habría de sobrevenir. Pero el marido queda colapsado. Este hundimiento moral, que ha sido en lo tradicional más propio de la madre, en este caso pasa al imago paterno. Así, padre maternal, lo que es más al uso de la realidad de estos tiempos de padres más “femeninos” y dulces con sus vástagos.

3. Aprendiz de vengador. En las películas de vengadores, tipo las de Liam Nesson o Denzel Washington, los personajes son gente bragada y preparadas para la acción y la violencia. Pero aquí que Woo introduce en la figura de Brian, un hombre sin cualidades físicas ni capacidad para la lucha. Alguien que tiene que empezar de cero una preparación para los golpes o el manejo de armas. Y sin maestro.

 “Reparto y cierre”

Tiene el filme un reparto completo, muy físico, con actores y actrices como un Joel Kinnaman en su punto; Catalina Sandino Moreno en el rol de esposa; Kid Cudi correcto como policía; o Harold Torres estupendo como sicario maligno y toxicómano.

Película con un ritmo muy conseguido, entretenida y emocionante.

Más extenso en revista ENCADENADOS.

 

YO SOY LA JUSTICIA II (1987). Paul Kersey es un arquitecto de Los Ángeles, un hombre que detesta a los asesinos y mafiosos, pues ha perdido mujer e hija a manos de sicarios. Cuando la hija de su novia, Erika, muere de una sobredosis de crack, Kersey, azuzado por un extraño millonario que le provee de medios, decide tomarse la justicia por su mano para acabar con el tráfico de drogas en la ciudad.

Lee Thompson es un gran director, un profesional con una aquilatada carrera y películas ya consagradas desde los sesenta (“Taras Bulba”, 1962, “Los cañones de Navarone”, 1961, etc.). Pues bien, con un pobre guion de B. Garfield y G.M. Hickman, de violencia simple y facinerosa, el buen Thompson hace una cinta con buenas formas.

El reparto es Bronson + Bronson, y él lleva sobre sus duras espaldas todo el metraje. Bronson sintoniza con la cámara y tiene carisma actoral. Por lo tanto, chapeau por él y toda su carrera como estrella. Aunque sólo recuerde una peli suya muy meritoria: “El pasajero de la lluvia” (1970), de Réne Clément. Pero sigamos… El resto del reparto cumple con interpretaciones muy profesionales en coro: Kay Lenz, John P. Ryan o Perry Lopez, entre otros.

La obra deja que desear en lo ético, pues el mensaje de la justicia por cuenta propia no puede ser más facha y amoral, y la película suelta metralla a toneladas, pero hay otros aspectos de interés.

Ya desde el principio se sabe que vamos a asistir a una historia violenta del súper Bronson. Esta es la cuarta parte de la saga del justiciero y va al grano de inmediato. Si al principio muestra a un Kersey retirado de sus aficiones vengadoras, plácidamente en su oficina de arquitecto, al poco la cosa cambia.

La muerte de su hijastra por sobredosis lo lleva de nuevo a tomarse la justicia por su mano, dando lugar a un rosario de secuencias a cada cual más brutal y explosiva –pero bien canalizadas-, lo cual que garantiza el regocijo del espectador amante de la saga Bronson.

Por comparación con las anteriores entregas, ésta es técnicamente más correcta y tiene la capacidad de empatizar con el público (joven sobre todo). J. Lee Thompson tira de oficio y hace una buena realización, amén de un excelente montaje.

Hay también un elemento nuevo en esta entrega: en el guion se subraya la psicología del protagonista Kersey, dejando claro que es un hombre que sufre de pesadillas, una persona atormentada por los recuerdos y que no soporta la iniquidad, sobre todo con los débiles. Además, esta entrega es más dinámica y mejor conducida.

Película representativa del cine duro ochentero. Las hombradas de Paul Kersey, conforman una cinta “entretenida” que engancha de forma inmediata

Para postre, un final catastrófico, además de salvaje y apoteósico. Con moralina, claro.