Siempre que paso por delante me trae buenos recuerdos, me gusta más a media tarde, cuando ya los coches no pasan apenas por la calle, cuando el bullicio del centro da paso a la calma que tanto aprecio.

Suelo sentarme en ella tras la comida, cuando paseo un rato, siempre me pareció una zona bonita, pero sé que no siempre existió, en mis primeros veranos en la ciudad recuerdo ver una antigua construcción, encajonando la calle.

Tampoco sé en qué fecha destinaron el espacio a plaza, pero me alegro, me gusta el sitio. Sentado allí disfruto de uno de los laterales de la Iglesia de los Milagros y siempre me pregunto por qué no tiran su muro perimetral para poder disfrutar de la belleza del edificio.



La que ya es mi placita de las tardes me sigue encantando, a pesar de que a veces algún vagabundo duerma entre sus rincones, y cuando el sol calienta huelo a los restos de sus necesidades. Aun así, y a pesar de que a veces algún desalmado destroza alguno de los árboles, la encuentro sumamente acogedora.

Es cierto que, a pesar de todo, mi relación con ella es bastante cercana, antes cuando pasaba la veía fría, sin alma, incluso… si se me permite… absurda. Eso dejo de ser así cuando me senté en ella un día. Me agradó, y ahora ya lo sigue haciendo.

Sin embargo, como decía, a veces me imagino ese muro derribado, dejando los enormes sillares de la Iglesia al descubierto, supongo, porque he visto alguna vez la enorme puerta abierta, que quedará un espacio al final de la calle, y sé que, desde allí, se puede acceder a la gran plaza que hay junto a la Iglesia.

Los tiempos tienen distintas necesidades, y hoy en día, no creo equivocarme, que todos ganamos disponiendo de mayores espacios, disfrutando de los monumentos limpios, sin anexos, fruto de la necesidad de otros momentos. Sentado en los bancos de esta plaza, que no sé ni cómo se llama, me imagino otra visión, y me gusta.