Hay una parte de cineastas jóvenes españoles, encabezado por mujeres, que miran al campo, al pueblo, al mundo rural, el enfrentamiento desigual entre lo tradicional, un presente agrio y un futuro incierto y desasosegante. Películas trufadas de surrealismo y onirismo.
Como que hubiera un universo de fábula a partir de la idiosincrasia de un lugar, el cruce entre lo real, lo extraordinario y lo ordinario. Ese modelo es seña de identidad de directoras con ideas que aciertan a elevar sus historias tiñéndolas de un barniz grato y sorprendente. La intención de contar desde la mimetización con lo fantástico, una estrategia arriesgada.
Ya he hablado en estas páginas de películas rurales de José Luís Cuerda; de El olivo (2016), de I. Bollaín y hay muchas más. Hoy me referiré a Secaderos (2022), de R. Mesa; y Alcarrás (2022), de C. Simón.
SECADEROS (2022). En los años setenta, en el paisaje al pie de Sierra Nevada podían verse una gran cantidad de secaderos de tabaco. Peculiares construcciones de caña y madera e incluso de albañilería, con huecos y rendijas, siempre ventilados, edificaciones singulares de las que colgaban las hojas del tabaco para su secado.
Actualmente, cuando el cultivo del tabaco ha caído continúan jalonando estas tierras, inspirando proyectos culturales, sociales, cinematográficos, como esta película de Rocío Mesa nacida en el pueblo granadino de Las Gabias.
Rocío Mesa lleva años en los Estados Unidos abriéndose paso y le ha costado doce años sacar adelante esta su primera película, después de que se mudara a Los Ángeles. Tenía clara su vocación y no dudó en sus capacidades. Ha conseguido el Premio del Público en el Festival South By Southwest de Austin, su debut en tierras estadounidenses. Mesa es una especie extraña en tierras hollywoodienses pues no le interesa el cine comercial: «Lo mío es el cine desde las tripas».
Con estos principios es como ha llevado a buen puerto su ópera prima, que es una mirada cocinada a fuego lento, un filme pausado, que cuenta la historia de una niña y de una adolescente en un pueblecito de Granada en un tórrido verano.
Mientras que para la niña salir de Madrid e ir al pueblo con sus abuelos es un regalo, para la adolescente el pueblo es una jaula de la que quiere liberarse como sea.
Bajo de este entramado está el drama de los agricultores de la zona que, como he indicado, intentaron con poco éxito subsistir con el cultivo y los secaderos de tabaco. Ello se desenvuelve en un ecosistema salpicado por golpes de realismo mágico, con fantasías que seguramente la directora tuvo ante aquellos antiguos secaderos, lugares oscuros y con aire misterioso.
En este debut, Mesa habla de lo que vivió a través de los ojos de una niña y una muchacha que ansía volar y conocer otros mundos. Cuenta cómo es la vida en esa región de la Andalucía Oriental en la que creció.
Hay quienes encuadran esta obra dentro de un movimiento formado por Alcarràs, de Carla Simón o El agua, de Elena López Riera, con las cuales comparten imaginarios colectivos por haber crecido en el mismo contexto. Dice Mesa: «Somos hijas de la Transición, con contextos similares, como el acercamiento a actores no profesionales, con una verosimilitud que casi es tangible».
El filme es un claro y perspicaz ejercicio de recreación de lo que podemos llamar «memoria sentimental», «memoria-experiencia», conducido por un interés central en las personas que, de manera activa y capaz, interpretan su vida y su mundo de experiencial en el campo.
El significado del lugar está asociado intrínsecamente con significados vinculados a la vida, al Yo, al lugar donde se vive y a sucesos específicos. Y a través de las imágenes y su poder simbólico.
De modo que esta película evidencia que las experiencias ambientales almacenadas sirven como constructos interiores que modelan la personalidad, la identidad «personal-contextual» de los moradores de las zonas rurales granadinas.
La adaptación a esos entornos singulares se refleja psíquicamente. Este filme cinta recuerda a lo que en Psicología se denomina la Ecología Humana, subrayando los aspectos ambientales del espacio experiencial, la experiencia ambiental o la ecología del significado del hogar, enfoques que consideran al ser humano con el producto de la relación recíproca con sus entornos.
Mesa debuta mirando a la tradición, con juegos mágicos y por momentos monstruosos y llamativos, con esa especie de ser extraño y grande compuesto de hojas de tabaco, flores en los ojos y una boca vegetal que impresiona, una criatura mágica diseñada por los oscarizados Montse Ribé y David Martí.
Con Rocío Mesa al mando, tiene un reparto mayormente de actores y actrices amateur: Vera Centenera y Ada Mar Lupiañez encabezan un reparto compuesto principalmente por intérpretes no profesionales, originarios de la zona de la Vega de Granada donde se desarrolla la historia.
Olmo Figueredo conoció a Rocío hace apenas cinco años y explica que se lanzó a producir este proyecto por una «primera impresión arrolladora. Me describió con pasión una historia, a medio camino entre la ficción y el documental (…) un escenario que forma parte del ADN de Rocío, pero que desconocido para muchos, en un paisaje natural de ensueño y maravillosamente bonito, melancólico, repleto de cultivos y ahora también de cine».
Un filme diferente y atrevido, verdaderamente una obra lírica con mucho encanto, sus dosis de misterio y fantasía, acertados apuntes sociales y culturales de los hombres y mujeres de Granada y un producto muy original que seguro, agradará sobremanera a los aficionados al cine.
Película que se maneja en una dimensión fantástica –una especie de avatar de los lugareños– que nace y se alimenta de los secaderos de la Vega granadina. Después de firmar el documental Oresanz (2013), Mesa, tras una carrera próxima a lo experimental, explora de manera poética y habla de las dificultades enormes, del mundo agrícola.
Publicado más extenso en revista de cine ENCADENADOS.
ALCARRÁS (2022). Esta estupenda película de la directora Carla Simón (guion suyo y de Arnau Vilaró), destaca por ser cine que parte del convencimiento de que el lenguaje organiza el mundo, le da sentido, lo ordena, localiza puntos de encuentro y sostiene la enorme importancia del hecho mismo de existir y de amar.
La historia se cuenta a sí misma, fluye libre tanto en la mirada como las palabras que se escuchan por vez primera. En su delicado relato naturalista, se encuentra el secreto de la vida misma. Y eso es más que genial.
Podemos ver en pantalla a la familia Solé, que lleva varias generaciones cultivando un enorme campo de melocotoneros en Alcarràs, pequeño pueblo de Lérida. Pero hete aquí que ese verano puede que sea su última cosecha, pues la fruta ya no es rentable, mientras los paneles solares sustituyen a los árboles.
La cinta está interpretada por gentes comunes de los alrededores de la localidad leridana que le da título, donde discurre la aventura de la familia que ve cómo su vida se desmorona. Los actores son por lo tanto gente del pueblo como Jordi Pujol Dolcet, Anna Otin, Xenia Roset o Albert Bosch, entre otros.
La directora hace una obra importante en la cual apenas se sabe qué es realidad y qué es ficción. Lo cual le valió ganar el Oso de Oro del Festival de Berlín. La idea es que la cinta discurra ante la mirada del espectador como un milagro de claridad, de compromiso y de elemental belleza.
Argumento actual tratado desde su interior con sencillez y sensibilidad, como para convocar emociones. Para ello recurre Simon al frescor de la infancia: los niños de la familia, sus juegos, su vida ajena a los problemas de tierras, de generaciones y de convivencia adulta; y la alegría que les trae la lluvia o el sol, o el mordisco a un melocotón. El mundo de la infancia, incluida la pubertad de una de las hijas o la presencia crepuscular amable del abuelo. Como dijo el poeta Rainer Maria Rilke: «La verdadera patria del hombre es la infancia».
Maravillosa mirada de la directora catalana sobre el campo y la familia, que emociona: “un cine que nos hace mejores” (Martínez).