Puede que, a destiempo, pero es que, normalmente, pasada una semana, los muertos comienzan a oler a olvido, aunque él, no creo que llegue jamás a ese penoso estado. Y la razón era sencilla, porque era de esas pocas personas encasillables, loco bohemio y soñador, molesto comentarista y contertulio que no agradaba a doctores y sabios, porque nadie lo llevó jamás a un terreno.

Amigo de fangares y charcos, pero, sobre todo, cercano. Cercano hasta no ser condescendiente, en una sociedad en la que se obliga a tratar como normal a quien no pueda serlo, en una sociedad que se ríe y adoctrina, él nos enseñó la parte más animal del ser humano, era el último mamut de una sociedad que se extingue, y en donde las normas no parten del derecho natural, del instinto, sino de un falso código de moral impuesto por el instinto de quien se cree con derecho a gobernar nuestras vidas.



El loco, el loco de la colina, su colina, en la que se sentaba sobre sus propias ideas, en donde hablaba sin importarle quien tenía enfrente, no de forma condescendiente para darle su sitio, no para que la otra persona se sintiera mejor, conseguía que la persona que tenía enfrente se sintiera importante, porque él se sentía importante. Él que estaba enfrente se reía con él, como cuando aquel ilustre, al que algunos llamaban, con sorna el Risitas, le regaló un turrón, del duro, que en realidad era un ladrillo tosco.

Criticado y envidiado, incomprendido y grande, pero, sobre todo, objeto de envidia insana en donde su ruina, era un clásico de los clásicos del ya lo sabía, y de los del se veía venir.

Se fue, no sabemos dónde, se fue el analista filosófico de lo cotidiano, quizás el ultimo samurái de la verdad inmisericorde con los listos de turno, el que dio voz al instinto de los que dicen la verdad, que aun hoy, siguen siendo los locos, los niños y los borrachos, precisamente a quienes la gente normal no hace caso, porque no rigen, porque no saben y porque están nublados por el alcohol, los que dicen la verdad, y si Quintero sabia hacer algo, era escucharlos, pero sobre todo, con un sano interés. Como diría el Sabio de Tarifa, va por él.