No era precisamente el Poniente, sino el tan portuense Levante, y, aun así, las calles ardían mientras esperábamos que callera la noche. Y como no podía ser menos, algunos maldecían y echaban la culpa al cambio climático, el mismo que hace millones de años se cargo el planeta con las glaciaciones, o al alcalde de turno, o al presidente del gobierno.

La realidad, como ya aventuraba Radio Futura era que hacía, y hace, demasiada calor, de esa que te asfixia con solo inhalar una bocanada de esa masa caliente que se eleva del asfalto. Y aunque todos los veranos tenemos días calurosos, aún recuerdo aquellas tardes de verano, las del levante infinito que nos rebozaba como una croqueta de Casa Ceballos, y que nos obligaba a jugar en la orilla, maldiciendo aquellas mareas altas que nos desterraban a las infinitas dunas de La Puntilla.



Y es que, hace falta valor, hace falta valor, para vivir estos días, en los que nos olvidamos de que cuando las televisiones eran en blanco y negro, y nos sentábamos esperando la carta de ajuste, había solo un canal y un ventilador, porque los aires acondicionados solo existían en las discotecas.

Aquellos sí que eran veranos de escuela de calor, en esos años sí que ardían las calles al sol del poniente y del levante, y, aun así, aquí estamos, sin traumas, hidratados, sobre todo con aquellos polos improvisados de Coca Cola y Fanta Naranja, fruto del invento del palito -de mil usos- el vasito y el congelador.

Hoy son tantas las comodidades que nos hemos vuelto, como diría el Fary, hombres blandengues, en todas sus vertientes de lenguaje inclusivo. Por todo eso, los que nacimos entre los años dorados de la radio y la televisión en blanco y negro, aprendimos en aquella Escuela de Calor, sobrevolamos el peligro, vivimos del aire y nos criamos en las calles que ardían al sol de poniente, esperando que callera la noche…