Cuando ya tenía uso de razón, o al menos eso parecía, porque aun, al día de hoy, dudo que la tenga, aquella esquina ya estaba ocupada por el nombre que siempre me pareció extraño.

Durante mucho tiempo pensé que aquel era apellido, para luego, al enterarme que el marido de Milagros, amiga de mi abuela, y una persona de un humor, vitalidad y alegría, que parecían ser de otro mundo, era de apellido Romero, me terminé de confundir.

Fueron pasando los años, y cuando algún amigo de fuera, séase Madrid, Cuenca o Sevilla, venía a El Puerto, siempre quería lo mismo: comer en Romerijo, algo incomprensible para mí, ya que como fauna autóctona, en el cocedero se compraba el marisco y se comía en casa, cuestión de absurdo costumbrismo particular.



Pero cuando llegó la edad de la cerveza resultó que sentarse en su terraza con un cartucho de camarones, porque la paga semanal no daba para mucho más, era todo un deleite. Como es natural, los años siguieron pasando, y el buque insignia de la Ribera siguió impasible viendo como la escuadra cambiaba, unos seguían, otros se transformaban y otros, simplemente desaparecían. Eso sí, el sempiterno cobuque insignia de la ribera del capitán pavía seguía, ocupaba la otra columna de Hércules de entrada al parque.

Posteriormente, y acercándose a la actualidad, descubrí que en realidad, Romerijo no era más que la  contracción de Romero hijo, y menos mal que estamos en España, porque si no hubiera sido Romero Junior, y ahora sería esto Romero JR Y siguieron pasando los años, comencé a sentir el orgullo portuense cuando estando en alguna ciudad como Madrid, veía sus carteles y decía con orgullo que era de El Puerto, y es que al fin y al cabo, tus cosas, tus gentes, tus negocios, todo aquello que sea capaz de transcender las enormes fronteras de esta gran ciudad, siempre será motivo de orgullo, así que felicidades.