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Hoy hablaré de dos películas dramáticas y de una intensidad emocional, que calan y hacen zozobrar el ánimo de quien las ve. También hacen reflexionar sobre aspectos fatales de la vida que algunos podemos haber experimentado alguna vez. Dos cintas absorbentes que a pesar de la inquietud que siembran, atrapan al espectador en la butaca de principio a fin.

La primera adapta una novela de Cristina Campos, una guionista que cansada de que sus textos nunca terminaran en la pantalla escribió la novela: «Pan de limón con semillas de amapola», que justamente parece hecha para ser llevada al cine y que ha vendido más de 300.000 copias. Empresa que emprendió B. Zambrano. Es una historia de familia, de hermanas separadas por circunstancias oscuras, pero que acaban por encontrarse.

La segunda historia tiene su origen en un relato del escritor japonés Haruki Murakami, que en España se ha publicado dentro de la antología: “Hombres sin mujeres”. Se trata de «Drive my car», como una canción de los Beatles, un cuento corto que en realidad podría ser casi un librito, de unas 50 páginas. La historia ha sido adaptada por el gran director R. Hamaguchi, quien nos introduce dentro de un coche donde una joven conductora y su pasajero, un hombre de teatro, se sinceran y hacen aflorar su dolor interior más profundo.

PAN DE LIMÓN CON SEMILLAS DE AMAPOLAS (2021). La obra de Cristina Campos fue adaptada por el cineasta andaluz Benito Zambrano (Lebrija, 1965), en su quinto largometraje. Un conmovedor y atractivo filme, con esencia melodramática clásica.

El aromático y apetitoso título de su nuevo filme sirve también de “macguffin” culinario para esta historia de secretos familiares. Estamos en Valldemossa, conocido pueblo del interior de Mallorca. Anna (Eva Martín) y Marina (Elia Galera), son hermanas que fueron separadas en su adolescencia y vivieron vidas diferentes.

Al cabo del tiempo se encuentran de nuevo con motivo de una panadería que les ha dejado en herencia una mujer que no conocían. Una trama en la que hay conflicto familiar, un gran misterio, y mucho por descubrir y sufrir juntas.

Anna y Marina son dos mujeres muy distintas. Mientras la primera ha quedado anclada en la isla, casada con un hombre por el que ya no siente nada. Marina debe viajar desde África donde trabaja como médico para una ONG, con un novio más joven también solidario y guay. En tanto indagan sobre los misterios de la enigmática herencia, las hermanas hacen frente a conflictos familiares antiguos, a la vez que intentan recuperar el tiempo perdido.

Con esta historia, Zambrano hace de la cinta un drama en toda regla, con su colmo de amargura que puede provocar en el espectador emociones encontradas, tendencia emocional a la cual nuestro director tiene tendencia. Zambrano cumple dando con un estilo y el tono límpido que pide la obra literaria. La pretensión del filme es cargar emotivamente al espectador, en un relato donde todo es intenso.

Cuando Zambrano enfoca su cámara a las vistas de la isla (aprovechando la buena la fotografía de Marc Gómez del Moral), cuando la pantalla se convierte en una postal, entonces, la belleza del paisaje balear hace que se descargue un poco la sentimentalidad del drama personal y el misterio que lo envuelve. Un lenitivo visual que provoca alivio en el espectador sensible que, por unos momentos, puede respirar y encontrar algo de paz a la tensión de la historia.

Zambrano hace además una puesta en escena combinando capítulos solemnes, como la defensa de la libertad individual, la unidad ante cualquier desafío doméstico o de la vida en general, y la necesidad de escuchar al corazón, con cuanto esto conlleva.

 

En cuanto al reparto está bastante bien, con actrices y actores de calidad. Una Elia Galera hermosa, elegante, rebosante de clase; Eva Martín dulce y bonita (ambas en los papeles principales de hermanas). Muy bien los personajes secundarios, las veteranas Marilú Marini y Claudia Faci aportando pulso y detalles; y en sintonía la joven Mariona Pagés, Tommy Schlesser o Pere Arquillué, entre otros.

Hecha con conocimiento y oficio, la narración avanza hasta tomar por sorpresa al espectador, que puede soltar su lágrima o experimentar un legítimo sentimiento de aflicción por tanto penar como vamos viendo en la pantalla.

También, Zambrano, intercala otros mensajes ciertamente conmovedores y difíciles, que siembra sin lesionar el relato: el capítulo de la adopción, la maternidad, la pobreza en África… el público puede llorar cuanto le plazca, lo cual es buena señal, pues ir al cine y no sentir nada es siempre peor, querría decir que la película no nos ha tocado las entretelas.

 

DRIVE MY CAR (2021). Hace muy poco que vi esta maravillosa película, un alarde del director Ryûsuke Hamaguchi donde la imagen, los personajes y un guion redondo de Hamaguchi y Takamasa, basado en el cuento homónimo del escritor japonés Haruki Murakami.

La película se mete en el universo siempre profundo y conmovedor de Murakami para contar una historia con muchos ángulos y matices.

Una pareja formada por un director y actor de teatro y una exitosa guionista de televisión. Pareja muy enamorada que disfruta de sus relaciones sexuales y se aman. La muerte de su hija supuso un duro golpe pero ambos, pero salieron adelante. Pero ella comenzó una rutina de infidelidades. La cosa es que la mujer muere inopinadamente de un ataque cerebral y él debe encontrar su propio camino de nuevo, pero esta vez solo.

Y aquí estamos, con el marido Yusuke Kafuku, viudo y próximo a la cincuentena, a quien cuesta recuperarse de la pérdida de su esposa. En esta tesitura acepta montar la obra de Antón Chéjov “Tío Vania”, del dramaturgo ruso publicada en 1899, previsto su estreno en un Festival de Hiroshima.

Aquí ya apunto que Hamaguchi utiliza la obra de Chéjov para establecer conexiones poéticas con las vicisitudes de sus personajes, conexiones que no siempre son evidentes.

Los productores de la obra le imponen a Kafuku que acepte un chófer para que conduzca su viejo Saab 900 rojo, mientras él ensaya durante los trayectos del Hotel al teatro. Aunque no le agrada la idea, finalmente acepta y le asignan como conductora a Misaki, una joven reservada que conduce con pericia y delicadeza.

La muchacha es callada, poco amistosa y fría, además de una fumadora empedernida; pero es una joven que sabe escuchar y es prudente. No se puede decir que sea mona, así es en el filme y así la describe Murakami, quien para colmo la afea con un abrigo de caballero de tela, unos pantalones marrones de algodón y unas zapatillas negras. Pero es una joven cuya sabiduría emocional es un pozo sin fondo.

A medida que van pasando pasan los trayectos, ambos personajes se abren a una sinceridad creciente en sus conversaciones, que les lleva a enfrentarse a su pasado. A pesar de los recelos iniciales de Kafuku, entre ambos se va conformando un vínculo muy especial.

Road movie que no va lejos, que no se mete en una carretera sin fin. El viaje es diario. Ida y vuelta al trabajo rutinario. Dentro de un coche. Un espacio pequeño y a la vez enorme. Privado, íntimo, especie de confesionario o diván de psicoanalista en el que dos personas desconocidas acabarán por liberarse.

Los actores que dan vida a los personajes del filme están más que mejor, cada uno en su rol. Entre los principales Hidetoshi Nishijima, Tôko Miura, Masaki Okada y Reika Kirishima darán vida a los protagonistas de esta historia junto a Sonia Yuan, Satoko Abe, Perry Dizon y Ahn Hwitae

Interesante música de Eiko Ishibashi junto a una maravillosa fotografía de Hidetoshi Shinomiya.

En el prólogo, la película nos va poniendo ante nuestros ojos la fragilidad con que se sostiene la vida del complejo y fascinante personaje que interpreta de manera deslumbrante el actor japonés Hidetoshi Nishijima, en un reparto de maravillosos de intérpretes en el que también destaca como conductora, su gorra y su mirada triste, la actriz Tôko Miura.

Tras este prefacio sobre una vida tambaleante, se abre un auténtico y simbólico viaje a la verdad, junto a otras personas varadas en la mentira. La relación que se establece entre Kafuku, Misaki y el resto de actores, se aleja de cualquier tentación catártica para, durante las tres horas que dura la película, ofrecer un recital de sutileza y enseñanzas sublimes.

En un mundo como este en el cual las emociones se manipulan de forma indecente y grosera, donde lo ramplón campa queriendo parecer insólito y rupturista, que exista esta película es todo un mirlo blanco, una agradable sorpresa.

Obra poética de hondo calado. Un viaje al centro del alma humana sostenido sobre la delicada precisión de Chéjov y unos personajes que anhelan y buscan la paz espiritual después de haber sufrido pérdidas substanciales de seres queridos. “Hamaguchi nos acerca a unos personajes cuya derrota, dolor y consuelo trascienden a través de un montaje de Vania en Hiroshima, ciudad-metáfora de la destrucción y la reconstrucción humanas (…) obra maestra sobre el duelo y la incomunicación” (Elsa Fernández-Santos).

Pero paralelo al insondable sufrimiento, la pena y la culpa, Hamaguchi nos transmite que existe esperanza, que más allá de la soledad y el frío, el corazón sigue latiendo.

Con la callada manera de Hamaguchi, estamos ante una película de la palabra, una película profunda que se abre paso de una manera conmovedora, al poder del silencio. Una película cuyo ritmo va in crescendo hasta apoderarse del espectador en una recta final de impresión.

Película, en fin, que no deja tranquilo al espectador, que escuece y llama a lo más hondo de su ser, “porque le niega la seguridad de la comprensión y le impulsa hacia lugares ignotos que le obligan a replantearse constantemente lo que tiene ante los ojos. No para desechar nada, sino para enriquecerlo” (M. Moreno).

Ocurren muchas cosas en el transcurso del metraje y en la parte final, difíciles de contar. Pero es significativo el monólogo final de “Tío Vania”, en la última escena de la obra de Chéjov. La actriz sordomuda que interpreta a la joven Sonia Yuan, responde al desalentado y afligido Vania con los signos de sus expresivas manos. Está abrazada a su espalda, frente al público que abarrota la sala. Con el gesto grave de una mimo delicada, le recuerda que hay que seguir el camino: “¡Hay que vivir y viviremos, tío Vania!”. Sin duda esta será una de las secuencias más sugerentes y bellas del cine contemporáneo.

No va más.